Humildemente creo que son muchos los pensamientos, juicios, críticas… que se nos pasan por la cabeza a lo largo del día sobre las conductas y hechos de los demás. Algunos nos los guardamos para nosotros, otros los comentamos con los demás, y en ocasiones con estos comentarios, nos recreamos en la crítica y en juzgar a los demás.
Con la velocidad que fluye la información las noticias vuelan y somos capaces de enterarnos en el momento de lo que está ocurriendo o de lo que se está comentando. Y cuando juzgamos y criticamos a una persona en un círculo de confianza, cuando nos encontramos con ella o está en el mismo lugar que nosotros, ya no la miramos igual, porque todo lo hablado nos condiciona ya.
Tengamos mucho cuidado con lo que hablamos y juzgamos, porque mañana podemos ser nosotros los que estemos cayendo en estas mismas actitudes que hoy censuramos o criticamos. Ya lo dijo Jesús en el Evangelio: «El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra»(Jn 8, 7). Puesto que todos somos imperfectos, no somos quienes para juzgar o criticar a nadie. Creo, además, que todos participamos de la verdad, pero que ninguno poseemos la verdad absoluta. Para mí la Verdad Absoluta es Dios, y sólo participaremos de ella cuando estemos delante de Él.
En clase con mis alumnos siempre pongo el ejemplo de la mano. Les muestro la palma de mi mano y les pregunto qué es, ellos me dicen que es mi mano, y yo les digo que si. Pero que de la mano ellos sólo ven la palma, no ven el resto, sólo una parte. Lo mismo ocurre cuando juzgamos o criticamos a una persona, sólo sabemos una parte, pero no conocemos totalmente la verdad del por qué ha actuado así. Hemos de ser cautelosos y cuidadosos a la hora de juzgar, y ojalá que seamos los primeros que callemos a los demás cuando se empiece a criticar a alguien que no está delante de nosotros. Convencido estoy que nuestros ambientes cambiarían de una manera radical. Lancémonos a dar el primer paso.
«Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados» (Lc 6, 36-37); «Andad, aprended lo que significa “Misericordia quiero y no sacrificio”: que no he venido a llamar a justos sino a pecadores» (Mt 9, 13)).
Cuando nuestra oración es profunda y sincera, cuando somos capaces de llegar a contemplar el rostro de Dios, nuestra mirada cambia ante los demás, y vemos siempre con una mirada de misericordia y de ternura al hermano, incluso hasta los enemigos. Y esto ocurre porque cuando uno se pone ante la presencia de Dios es consciente de que es un pobre pecador, indigno de todas las gracias que Dios le concede, y al sentirte así sólo puedes mirar a los demás con amor.
Por eso haz silencio en tu corazón y en tu mente y ponte delante de la presencia de Dios. Mira tu vida y tus debilidades. Comprueba la misericordia con la que Dios te trata y la paciencia que Él tiene contigo. Dios siempre respeta tus ritmos, no te mete prisa. Pero no te quedes parado. Avanza siempre hacia su encuentro. Entonces aprenderás a comprender a los demás y a no juzgarlos en tu corazón. La crítica y el juicio habla del vacío de Dios en nuestra vida.