Alguna que otra vez nos hemos arrepentido de haber dicho algo que no estaba bien cuando discutíamos con alguna persona o cuando hemos sido imprudentes, sin medir nuestras palabras ni las consecuencias de estas. Todos sabemos que tenemos que controlarnos a la hora de hablar, ya que somos conscientes del daño que podemos hacer a otras personas con la lengua. Es más, bien sabemos que la lengua es una espada afilada capaz de llegar a matar a muchas personas cuando no la utilizamos bien. Por eso, hemos de ser cuidadosos para no dejarnos llevar por el morbo, comentarios fáciles, críticas y juicios que en ocasiones llegan a hacer mucho daño porque no somos capaces de medir sus consecuencias.
Hay palabras y frases lapidarias que nos pueden dejar marcados para siempre, ya que parece imposible sacárnoslas de la cabeza, porque constantemente resuenan en nuestra mente como un martillo destructor, haciendo un daño terrible y provocando gran sufrimiento en el corazón. Es importante saber decir las cosas y tener tacto y delicadeza a la hora de hablar, ya que no hablamos con objetos inmateriales sino con personas que sienten y padecen, y a las que dependiendo de dónde les viene lo que se le dice, se les puede hacer mayor daño. Hay personas y personas en nuestra vida, y dependiendo de los lazos que tengamos con ellas lo que dicen tendrán mayor repercusión en nosotros.
Todos necesitamos confiar en alguien para poder compartir nuestra vida, vivencias y sentimientos. Por nuestra condición humana necesitamos sentir el apoyo y el afecto de quienes tenemos a nuestro lado, sabiendo que podemos contar con ellos cuando lo necesitemos y a la inversa también. Por eso cuando los cercanos te fallan o te dicen algo que te duele el daño que provocan en el interior es mayor.
Dice el apóstol san Pablo: «Malas palabras no salgan de vuestra boca; lo que digáis sea bueno, constructivo y oportuno, así hará bien a los que lo oyen. No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios con que él os ha sellado para el día de la liberación final. Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda maldad. Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo» (Ef 4, 29-32). Por eso sé prudente a la hora de hablar, incluso cuando te encuentres en medio de una discusión, para que de tu boca no salgan malas palabras que puedan ofender al otro. Sé que no es fácil controlarse, pero que tus acciones y tus palabras sean un reflejo de lo que tiene tu corazón. Que seas capaz de dejarte llevar siempre por la bondad, la comprensión, el amor, la ternura y el perdón, tan necesarios en nuestra vida para dar lo mejor de ti y poder dar un verdadero testimonio cristiano.
Déjate guiar por el Espíritu de Dios en cada encuentro con los hermanos que te rodean. Hay veces que nos excusamos diciendo que es muy difícil vivir la fe, controlar los impulsos y las palabras en una discusión; esta actitud es el primer paso para no dejar que Dios actúe de verdad en tu vida, pues estás diciendo en tu interior que Dios tampoco es capaz de cambiarte ni de mejorarte, que como eres así ya vas a ser así siempre. No subestimes a Dios, pensando que Él no te puede cambiar. Eso es falta de fe y falta de coraje para enfrentarte a ti mismo. Dios te puede cambiar si tú le abres tu corazón y dejas que Él actúe, pero hay veces que la soberbia y el miedo pueden más que Dios en nuestra mente y corazón.
Si en tu vida has experimentado el amor y el perdón de Dios has de ser consciente del gran regalo que Dios te ha hecho, porque ha puesto orden en tu vida. Que a la hora de dirigirte a los hermanos lo hagas desde este orden, buscando siempre lo mejor para el otro, diciéndole y llevándole a la verdad con cariño, con delicadeza y prudencia para no hacerle daño. Cuando lo haces desde estas actitudes ya se encarga Dios de ponerte palabras en tu boca para que construyas y ayudes. Dios te regala la fe para que des testimonio de su amor y esto incluye también el saber decir las cosas. Todo es posible con Él.