A todos nos gusta que Dios nos conceda aquello que necesitamos, especialmente cuando nos encontramos en un momento de dificultad y angustia. Le pedimos con mucha fe, fuerza e insistencia por las necesidades que nos apremian, esperando ver pronto el camino despejado y cada problema en el que nos podemos encontrar solucionado. Hay veces que las cosas no vienen como nos gustarían y esto provoca en nuestro interior una intranquilidad que nos agita bastante y que hace que no tengamos ni la paz ni la serenidad suficiente para tener la mente tranquila y controlada. Es sorprendente la velocidad con la que nuestra mente piensa y llega a las conclusiones más insospechadas que nos podamos imaginar. Es todo un reto llegar a controlar nuestro pensamiento, que tantas veces se nos escapa a nuestro control, y que muchas veces no nos deja vivir en paz.
Por todo esto cuando nos encontramos en alguna dificultad o sufrimiento entramos en ese estado de angustia interior que hace que cuando a Dios le pedimos las cosas lo hagamos con el deseo que escuche pronto nuestra petición y nos resuelva el problema que tenemos cuanto antes. Todos sabemos que Dios nos escucha y nos concede lo que le pidamos, de hecho así lo dice el mismo Jesús: «Pedid y se os dará» (Mt 7, 7), sabedor de que «todo lo que le pidáis al Padre en mi nombre, os lo concederá» (Jn 14, 13). Con esta certeza nosotros le pedimos a Dios, siendo conscientes de que nos va a escuchar y nos va a conceder la gracia que necesitamos. Muchas son las ocasiones, donde lo que le pedimos a Dios, no llega con la celeridad que deseamos. Entonces surge la inquietud en nuestro interior porque van pasando los días, seguimos rezando y aquello que estamos pidiéndole a Dios con tanta fuerza y deseo de que nos lo conceda, no llega. Comenzamos a pensar que Dios no nos escucha, que algo no estaremos haciendo bien; la impotencia empieza a hacer mella en nuestro interior y la angustia con la que nos dirigimos a Dios, sumado con el deseo y la necesidad con la que pedimos hace que la oración se vuelva cada vez más difícil y la duda se va haciendo cada vez más grande, pues empezamos a pensar que Dios no nos escucha, que nos ha abandonado y parece que todo empieza a perder su sentido.
No podemos rezarle a Dios con deseo y con prisas. Este es el peor camino que podemos elegir cuando nos encontramos en una situación de dificultad. La oración necesita de paz, serenidad, tranquilidad, silencio y contemplación. Y lo que muchas veces solemos hacer en los momentos difíciles es justo lo contrario, convertir nuestra oración en prisas, desasosiego, falta de silencio interior pues los pensamientos retumban en nuestra mente con mucha fuerza… y entonces empezamos a desesperar y a desconfiar de Dios.
Dice el apóstol san Santiago: «Que pida con fe, sin titubear nada, pues el que titubea se parece a una ola del mar agitada y sacudida por el viento. No se crea un individuo así que va a recibir algo del Señor» (Sant 1, 6-7). Haz un acto de abandono en las manos del Señor y confía plenamente en Él, para que encuentres la seguridad en Dios, que es el Padre Bueno que quiere estar a tu lado y darte lo que necesites. Que en tu vida no entre la duda, y que el viento que sacude esa ola del mar, que son las dudas y las tentaciones que nos entran cuando nuestra vida se tambalea, no te haga perder la fe y la confianza en el Señor. Pues ese viento que sacude el mar lo agita y lo hace más violento. Y entonces la fuerza de la ola rompe nuestra paz, desequilibra nuestra fe y hace que todo se destruya sin darnos cuenta. Esto pasa en un momento. No hay cita prevista. Por eso hemos de estar preparados para que pase lo que pase nuestra fe sea firme y así siempre estemos dispuestos a recibir lo que el Señor nos da en su tiempo. Dios habla en nuestra vida marcando su propio ritmo, que por lo general no tiene nada que ver con los nuestros. Que nuestra oración esté siempre en sintonía con el Señor, para ir a su ritmo y así descubrir el sentido a todo lo que nos ocurre desde nuestra experiencia de fe y no desde nuestros criterios y prisas humanas. Confía en el Señor y déjate llevar. Que la oración sea tu paz. ¡Cuídala siempre!