Es curioso cómo Jesús en el Evangelio enseña a los discípulos a rezar, pero en ningún momento los Evangelios nos cuentan si Jesús les está enseñando a hablar en público, ni a predicar, ni a hacer milagros. Lo único que nos cuenta el Evangelio es que los discípulos le piden al Señor que les enseñe a orar, porque querían aprender a rezar como Él: «Señor enséñanos a orar como Juan enseñó a sus discípulos» (Lc 11, 1). Ellos pudieron comprobar con sus propios ojos que la oración le hacía algo especial al Maestro, porque todos los días se iba a la montaña a orar, a tratar con Dios. La oración era parte de su vida, de su día a día, pues siempre se retiraba a la montaña a orar, Él sólo: «Y después de despedir a la gente subió al monte a solas para orar. Llegada la noche estaba allí solo» (Mt 14, 23). Jesússiempre buscaba el encuentro con el Padre, donde entraba en esa intimidad y comunión de amor, necesaria para seguir realizando la misión diariamente. A pesar del cansancio, de las fatigas del día a día, de ver cómo algunos se marchaban de su lado por la exigencia del Evangelio, las discusiones con los fariseos e incluso después del enfado al expulsar a los mercaderes del templo…, Jesús oraba y se fortalecía. Encontraba el descanso del alma y salía totalmente renovado, incluso me atrevería a decir con la cara totalmente transformada, pues el Hijo de Dios y el Padre son Uno (cf. Jn 10, 30).
Por eso, los discípulos que conocían de primera mano las dificultades y vicisitudes de la predicación evangélica, sienten el deseo y la necesidad de rezar como el Maestro. Han vivido con el Maestro los encuentros y desencuentros, y de manera especial los sinsabores de la predicación. Se han dado cuenta de que el camino no va a ser nada fácil, de que la manera que tenían de alimentar su propia fe no les terminaba de saciar ni de dar confianza. Todo lo aprendido, como las tradiciones y las costumbres no eran suficientes. Necesitaban algo distinto que sólo el Maestro les podría enseñar; y no es otra cosa que aprender a llamar a Dios “Abba”, que significa “papaíto” (cf Rom 8, 15). Es entrar en una familiaridad totalmente distinta con el Señor, con el Padre Bueno y que les y nos permite llamarle “Padre nuestro”.
Les dice Jesús a los discípulos: «Todo lo que le he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15). No se ha reservado nada para Él, lo ha enseñado todo y nos ha mostrado el camino para llegar al Padre: Rezar para aprender a llevar la Cruz. Esta es la clave para vivir la fe y ser fiel al Señor en la oración. Si quieres aprender a rezar como el Señor Jesús nos ha enseñado, con el Padre nuestro, primero tienes que convertir la oración en parte de tu vida. No sirve rezar a ratos, según la racha que estamos pasando. No te pongas excusas para justificarte. Para saborear la oración se necesita tiempo, como le pasó a Jesús, que después de despedir al todo el mundo, al atardecer, se retiró al monte, y cuando llegó la noche todavía estaba orando. Y la noche significa retirarse a descansar, por tanto, Jesús llevaba bastantes horas orando.
Dar este paso es vital para entrar en la intimidad con el Señor, para tener esa confianza con Dios, que nos permite llamarle “Papaíto”. Piensa cuando conoces a una persona, cuando no la conoces la llamas de “usted” y cuando adquieres confianza, comienzas a tutearla. Con el Señor pasa algo parecido. Se necesita de una vida fuerte de fe para ir descubriéndole más cada día, para que tu cara y tu vida se transformen al unir tu corazón al del Padre Bueno. Y sólo así, siendo una unidad con Dios, como el mismo Cristo con el Padre, llegarás a conocerle como el mismo Cristo. Así harás la voluntad de Dios en todo momento y comprenderás con claridad la misión que Dios te ha encomendado y que pasa por llevar la Cruz. No quita que también pases por tu Getsemaní particular y la angustia llegue a tu vida, pero que tu oración sea la misma que la de Cristo: «Padre, que no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42). Por eso, reza para aprender a llevar la cruz. Con Cristo a tu lado, todo es distinto.