Son muchas las veces que nos proponemos hacer algo y cuando llega el final del día nos damos cuenta que no lo hemos podido hacer, bien porque no hemos tenido tiempo, porque no nos hemos acordado o porque no nos ha apetecido cuando tocaba. Sabemos que el tiempo es limitado y que hay veces que tenemos tantas cosas que nos estresamos porque vemos que no llegamos a todo lo que nos gustaría, y encima, como somos muy exigentes con nosotros mismos y nos gusta tanto la perfección, como no salgan las cosas bien, lo pasamos mal y si podemos, volvemos a repetirlo hasta que quedemos satisfechos. En nuestra vida de fe esto es un peligro, porque hace que descuidemos nuestra interioridad y abandonemos la vida espiritual. Siempre vamos a tener algo mejor que hacer antes que rezar, y no nos damos cuenta de que estamos sacrificando a Dios, porque nos estamos privando de Él, lo anteponemos siempre a nuestras tareas, pues siempre hay algo más urgente que tenemos que hacer y al final terminamos dejando a Dios de lado, sacrificando nuestra relación con Él cuando debería ser lo primero.
Hay veces que sabemos muy bien la teoría, lo que pasa es que movidos tantas veces por la vorágine del mundo en el que vivimos, constatamos lo difícil que resulta poner en práctica aquello que creemos. Necesitamos organizarnos, poner orden en nuestra vida, pues siempre hay alguna situación que nos inquieta, nos produce insatisfacción, nos hace sufrir, nos aterra porque necesitamos tomar una decisión…, para así caminar con firmeza, saboreando todo aquello que hacemos. ¡Qué importante es tener claro lo que queremos! Esto nos ayudará a aprovechar mejor nuestro tiempo y a realizar muchas más cosas, encontrando así tiempo para todo, sin tener que renunciar a nada.
Por norma solemos dejar a Dios para el último momento y renunciamos a Él antes que a todas las cosas que tenemos que realizar. Él suele ser el gran damnificado de nuestra mala organización y distribución de nuestro tiempo. Sacamos tiempo para lo que queremos, menos para Dios. Somos conscientes de todo lo bueno que Dios nos puede aportar, y aún así, le seguimos relegando y descuidando en nuestra vida. Lejos de nosotros el vivir así, olvidándonos de Él, porque nos perdemos mucho, nuestra fe se debilita y comenzamos a dudar.
No sacrifiques a Dios en tu día a día, piensa en sacrificar otros momentos que quizás te aportan menos que Él. Si empezamos a establecer comparaciones entre Dios y otras facetas de nuestra vida, es signo de que algo está fallando en nuestro interior y necesitamos renovarnos en la fe, pues Dios es incomparable e insustituible. Sacrificar a Dios es privarnos del Amor más grande que podemos recibir, pues supera todo sentimiento humano; es pagar un precio demasiado alto por una vida desordenada, donde perdemos tiempo en cosas insignificantes que no nos aportan nada, solamente el constatar que pasan los días y hemos perdido oportunidades preciosas de estar más tiempo con el Señor; es olvidarnos de lo fundamental en nuestra vida y cambiar nuestras prioridades, dejando lo principal en un segundo o tercer lugar, y convirtiendo lo superficial en importante; es dejar de tener contacto con quien mejor nos puede ayudar en los momentos de sufrimiento y dificultad, para saber dar un nuevo sentido a nuestra vida y no entrar en la desesperación, la desolación y el desconsuelo.
Dice el apóstol Pedro: «Procurad que Dios os encuentre en paz con él, intachables e irreprochables, y considerad que la paciencia de nuestro Señor es nuestra salvación» (2 Pe 3, 14-15). Dios es muy paciente, y por eso quiere que te salves, porque te ama. No sacrifiques a Dios y no dejes que tu ritmo de vida te impida pararte con Dios cada día y pasar un rato con Él. Tu alma lo necesita para que así puedas sentirte amado, para que puedas amar de corazón a todos los que te rodean.