Muchas son las justificaciones y excusas que solemos poner a los demás, a nosotros mismos y al Señor, para poder explicar nuestras actitudes. Muchas veces, por no decir siempre, quedan distantes de aquello que pensamos o hemos dicho. Hay veces que acudimos a ellas de una manera habitual y natural, procurando quedar bien para que así nuestra imagen no se vea dañada o para que los demás no se enfaden, aunque eso suponga tener que faltar a la verdad o no ser nosotros mismos. Otras somos esclavos de nuestras propias palabras, especialmente cuando no las medimos bien, o las decimos de una manera superficial para no quedar mal ante nadie, quedamos comprometidos y también en evidencia en multitud de ocasiones.
A Dios y al Evangelio también le ponemos excusas, les relegamos en nuestra vida a cotas impensables cuando no nos encontramos en un momento bueno de fe, y que viene a constatar, que cuando nos alejamos de Dios, perdemos toda la sensibilidad que habíamos adquirido en nuestra oración personal, que nos permitía tener esa delicadeza y ternura para con el Señor. Entonces, sin darnos cuenta, corremos el riesgo de que la acción de Dios se limite sólo en nuestra propia humanidad, pues nos llegamos a creer que los planes de Dios dependen de nosotros, y queremos someter a Dios a nuestra propia voluntad, pidiéndole lo que necesitamos en el momento preciso, teniendo claro además que Dios nos tiene que conceder en el menor tiempo posible aquello que le pedimos, para que así no perdamos la paz. Dios no funciona así, a Dios tenemos que rezarle con paz, con calma, sin agobiarnos ni perder los nervios.
Dios nos habla a través de su Palabra y lo que nos tiene que decir lo hace de una manera clara. Hemos de estar atentos para comprender lo que nos dice, y sobre todo tener la voluntad de escuchar. Solemos decir: “No hay peor ciego que el que no quiere ver”; precisamente esto lo constatamos también en la vida de fe, porque nos cuesta trabajo creer de una manera auténtica y verdadera. Somos incrédulos, como Tomás, y hasta que no tenemos pruebas y certezas evidentes de la presencia del Señor no terminamos de creer. Que esto no sea motivo de distanciamiento con Dios y los hermanos. No le pongas excusas a Dios porque Jesús lo dejó muy claro en el Evangelio: «A otro le dijo: “Sígueme”. Él respondió: “Señor, déjame primero ir a enterrar a mi padre”. Le contestó: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; tu vete a anunciar el reino de Dios”. Otro le dijo: “Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de los de mi casa”. Jesús le contestó: “Nadie que pone la mano en el arado y mira atrás vale para el reino de Dios”». (Lc 9, 59-62). Jesús no quiere excusas, quiere determinación en nuestros comportamientos para que nada disminuya nuestra fe. Es fácil vacilar, sobre todo cuando nos tocan nuestros sentimientos más profundos, como la familia, los amigos, nuestros quehaceres cotidianos, que nos sumergen en nuestra rutina cotidiana y que hace que nos acomodemos y estabilicemos en un estilo de vida concreto. Bien sabemos que los seres humanos somos “animales de costumbres”, y cuando nos acostumbramos a un determinado modo de vida, nos cuesta trabajo cambiar.
El Señor nos pide que anunciemos primero el Reino de Dios, para que tengamos claro que lo primero no es la muerte, sino la vida, y con letras mayúsculas: la Vida del Espíritu Santo que nos lleva al encuentro gozoso con Cristo y que debemos de aprovechar al máximo. Lo mismo ocurre con la determinación con la que hemos de caminar, con paso firme y decidido, sin vacilar, abandonados totalmente en las manos del Padre Bueno, que siempre nos va a dar lo que necesitamos, porque Él nunca falla. El Señor necesita corazones desapegados, sin ataduras…, esto no significa que tengamos que renunciar a lo que más amamos y queremos, todo lo contrario, Dios sabe perfectamente que cuánto más libre sea nuestro corazón y nuestro espíritu tendremos un campo mayor de acción en el compromiso y la entrega con el Evangelio, que nos permitirá amar mucho más a los nuestros y a realizar con toda nuestra dedicación los proyectos que el mismo Jesús nos encomienda.
No le pongas excusas a la oración, para que así tendrás claro todo lo que Dios te pide y sabrás cómo actuar en cada momento, haciendo realidad todo lo que Él te pide. Quien no reza no escucha, no sabe, no entiende. Atrévete a ser especial para que tu fe se vea enriquecida en la oración y así actúes y hables en el nombre del Señor.