Nos gustan compartir los momentos de felicidad y de alegría con las personas más cercanas a nosotros. Sabemos que la alegría no dura siempre, pero hemos de saber mantenerla, porque humanamente nos aportan muchas más vivencias positivas que negativas. Hay veces que la tristeza llega a lo más profundo de nuestro corazón, especialmente cuando hemos dado todo nuestro tiempo y nuestros esfuerzos a un proyecto que luego no ha dado el resultado que esperábamos, no por nosotros, sino porque nos vemos superados por las circunstancias de nuestro entorno.
Si algo nos aporta la fe es la alegría de sentirnos parte activa de estas vivencias, porque así seremos personas virtuosas capaces dar lo mejor de nosotros mismos. Dependiendo de la autenticidad de nuestra vida podremos de asemejarnos más a Dios y seguirle con esa alegría que todo lo transforma y cambia. La alegría que sentimos en nuestro interior debe salir del encuentro que tenemos con Cristo, que nos anima a dar lo mejor que tenemos dentro. Dios quiere amarnos y que nos sintamos realizados en todo lo que hagamos. Este es el reto que tenemos por delante, dejar que Dios vaya delante de nosotros y podamos seguir sus pasos.
Si nos separamos de Dios perdemos la alegría y la claridad espiritual que nos permite descubrirle en lo que acontece a nuestro alrededor. El distanciamiento de Dios provoca que nos enfriemos en el corazón y dejamos de sentir por Él. En nuestra mente mantenemos frescos los pensamientos, pero en el corazón nos enfriamos, porque dejamos de vivir la fe y la relación con el Señor. Nos volvemos más vulnerables y somos más fáciles de tentar, porque estamos a merced del mundo y de sus tentaciones apetecibles que hacen que perdamos la fuerza y la autenticidad como creyentes. No por esto dejamos de ser buenas personas, aunque sí que nuestra interioridad se empaña y poco a poco, con el tiempo, puede terminar volviéndose mediocre.
Por eso la alegría es necesaria, porque nos hará ilusionarnos, experimentar lo bien que se está en la casa del Padre Bueno que siempre nos acoge y nos invita a pasar a la fiesta de nuestro Señor. Todo trabajo tiene su recompensa. Hay que multiplicar los talentos, hay que actuar desde el amor a Dios y desde el compromiso por el Evangelio. Esta es la responsabilidad que Dios nos anima a vivir cada día, respondiendo a la misión que como creyentes tenemos: «“Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros cinco”. Su señor le dijo: “Bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; entra en el gozo de tu señor”» (Mt 25, 20-21). A todos nos queda la satisfacción del trabajo bien hecho, lo bien que nos sentimos cuando hacemos lo correcto y cuando por amor nos entregamos a los demás. Si queremos “entrar en el gozo del Señor” no podemos quedarnos parados, hemos de actuar desde el Evangelio, que siempre nos va a llevar al gozo de actuar movidos por el amor. Esta actitud nos vuelve multiplicada porque «hay más alegría en dar que en recibir» (Hch 20, 35). Si queremos ser testigos de Jesús en el mundo la alegría es fundamental, porque nos lanza a la gran aventura de amar sin medida, de entregarnos por los demás siguiendo los pasos del Maestro que se ofreció en la Cruz por amor. Así es como cumplimos el mandato del Señor y realizamos el camino de la felicidad: «Amando a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo» (Mt 22, 37-39). Vivir la alegría del Señor dependerá de tu capacidad de compromiso y perseverancia. Con la ayuda de Dios lo conseguirás.