Es hermoso contemplar la ilusión de las personas cuando te hablan de Dios y de lo importante que son en su vida. Una vida en el silencio de un monasterio de clausura encierran multitud de experiencias gozosas de encuentros con el Señor. Una alegría especial que transmiten esos ojos inocentes, que no están maleados por el mundo ni por las relaciones humanas tan deterioradas, que a veces nos rodean y de las que también, por desgracia, somos cómplices. Hoy en día no está de moda hablar de Dios y en muchos círculos se desprecia a la Iglesia, se la juzga y descalifica, movidos por visiones y experiencias subjetivas desconocedoras de tanto bien como se hace en tantos rincones del mundo y de los que los medios de comunicación y las redes sociales no se hacen eco, porque no es noticia de portada ni interesa lo más mínimo.
Si algo da la mayor de las felicidades es estar con Dios. Basta con ver las caras, las miradas, los pequeños gestos, la forma de hablar, la generosidad, la ternura y la inocencia con la que hablan quienes han dicho sí a toda una vida enclaustrada y que les de la mayor de las libertades en el espíritu, porque el Espíritu Santo les lleva a una dimensión espiritual totalmente desconocida para quienes nos sentimos libres porque vamos y venimos donde queremos y estamos inmersos de lleno en el mundo. Más bien diría yo que estamos esclavizados e influenciados por tantas inercias y noticias que tratan de arrastrarnos y movernos para que nuestra conciencia no reflexione y así seamos más manejables. Sólo podemos llegar a entender esta opción de vida desde la fe y la entrega total al Señor. A menudo deseamos tener lo mejor allá donde estemos. Las personas somos así, sólo desde el amor cedemos lo mejor para aquellos que amamos sin que nos cueste trabajo y nos provoque la alegría de ver que el otro se está beneficiando de nuestra renuncia.
Escuchar a Dios es vital en la vida del creyente; el Señor actúa cuando nuestra tierra está bien abonada y cuidada. Somos nosotros quienes la tenemos que poner a punto, para que Dios se haga presente y podamos sentir cómo su gracia nos envuelve. No podemos pretender que Dios actúe cuando nosotros estimemos oportuno. Hemos de estar bien dispuestos para saber acoger lo que Dios nos dice y llevarlo a nuestra propia vida. Es el trabajo que diariamente realizan quienes se consagran por entero al Señor y luego no tienen ningún problema en hablar de su experiencia del encuentro con Cristo, porque toda su vida rezuma presencia de Dios y una amor grandísimo hacía Él; y por eso hablan, porque necesitan compartir tantas grandezas como el Señor hace en sus vidas día a día.
Ellas son María, que sentada a los pies del Maestro, escuchaba con atención todo aquello que le tenía que decir. Hay veces que nosotros somos Marta, preocupados de las tareas y obligaciones de la casa y de que todo esté punto mientras que nos olvidamos de lo fundamental, pararnos a cuidar nuestra relación con Jesús y acogerlo, no solo en lo material de la casa (techo, comida, cama), sino también abriéndole nuestro corazón para que Él lo transforme y pueda habitar dentro de él.
Así nos lo cuenta el evangelista san Lucas: «Marta, Marta, andas inquieta y preocupada con muchas cosas; solo una es necesaria. María, pues, ha escogido la parte mejor, y no le será quitada» (Lc 10, 41-42). Son muchas las veces en las que somos como Marta, preocupados de los quehaceres inmediatos, olvidándonos de que hemos de orar, poner nuestras vidas en las manos del Señor y dejarnos llevar donde el espíritu sople. Eso hizo María, sentarse a los pies de Jesús y no perderse nada de lo que decía. En cambio Marta estaba agobiada, inquieta y preocupada por que todo estuviese bien dispuesto, olvidándose de que lo más importante es acoger a Jesús en el corazón y dejar que el tiempo se pare para prestarle toda la atención necesaria.
Y verdaderamente María se ha escogido la mejor parte, como las religiosas de clausura: han salido del mundo para servir totalmente a Dios en el silencio y entre las pareces de un convento hablarle del mundo y de quienes a veces nos empeñamos en negarle para no complicarnos la vida.