Siempre agradecemos la cercanía de las personas en los momentos más importantes de nuestra vida, especialmente cuando necesitamos sentirnos arropados. Son muchas las situaciones en las que necesitamos el calor humano, la compañía y el cariño que nos ayudan a compartir el dolor y el sufrimiento y a sobrellevarlo lo mejor que podemos. Hay veces que no hacen falta muchas palabras, simplemente la presencia habla por sí sola, porque muestra el amor y la consideración que se tiene con las personas. Queremos estar cerca de las personas y necesitamos expresarlo y demostrarlo.
Dios siempre quiere estar cerca de nosotros, especialmente en estos momentos, para darnos consuelo, serenidad y paz. Siempre está esperando en la puerta de nuestro corazón a que nos decidamos a abrirle, para poder entrar y darnos su presencia que reconforta y nos llena de esperanza y calma, para vivir y afrontar las duras pruebas de la vida. Mientras el Señor está esperando en la puerta nos está hablando a través de ella y pidiendo que le abramos. Él nunca se esconde, siempre nos está mirando a los ojos para que sintamos su presencia muy cercana y en ellos podamos entrar en la profundidad de su ser. Es necesario hacer silencio en tu interior para escuchar lo que te tiene que decir y que luego te puedas desahogar.
Es cierto que hay veces en las que no queremos mirar a Dios, porque los sentimientos y los pensamientos nos abruman tanto que llegan a bloquearnos en nuestro diálogo con Él. El Señor quiere compartir su amor con nosotros en estos momentos y hay veces que no le dejamos. Todo cambia cuando estamos delante de Él, cuando dejamos que entre en nuestra vida. Porque el Señor es especialista en tocar corazones y darle a cada uno lo que más necesita en cada momento. Él sabe muy bien actuar y consolar el alma para ayudar a dar un nuevo sentido a la vida y a lo que nos acontece a cada uno.
No le rehúyas. Ábrele las puertas de tu corazón y no le lances ningún reproche; simplemente haz silencio y escucha con atención todo lo que tiene que susurrarle a tu alma, que te hará mucho bien y te dará unos ojos nuevos para afrontar cada momento de tu vida.
Háblale fuerte a Dios, si lo necesitas, pero cuando le hayas dicho todo, calla en tu interior y deja que el Señor entre para que pueda buscar en lo escondido de tu ser y pueda sanar las heridas tan profundas que puedas tener. Por eso Dios nos ha regalado a Jesús en la Eucaristía, para que su presencia permanezca siempre con nosotros, llegando a nuestro interior a través de la oración: contemplando y meditando la Palabra de Dios; y en lo que día tras día nos acontece, donde hemos de poner en práctica lo que oramos, para que nuestra fe pueda dar fruto y éste nos ayude a seguir caminando cerca de Dios.
«Yo soy el pan de vida. El que viene a mí nunca tendrá hambre y el que cree en mí no tendrá sed jamás» (Jn 6, 35). Porque la verdadera hambre y la verdadera sed vienen ante las grandes tempestades en las que nos sumerge la vida y donde necesitamos estar con una fe bien fuerte y bien cimentada sobre roca, para no encontrarnos desvalidos y sin fuerzas. Hemos de tener fuerzas y esperanzas desde la fe para luchar y superar las grandes trabas en las que nos vemos sumergidos repentinamente.
Dios está cerca y a tu lado siempre. Haz silencio en tu interior para que puedas escuchar cómo te está hablando y está llamando a tu puerta para que le abras. Dios está cerca, dentro de ti. No le dejes salir.