Es bueno que frecuentemente nos preguntemos quién y qué influye en nuestra vida. Constantemente nos vemos bombardeados por inercias, actitudes, pensamientos, opiniones, sentimientos, acciones… que vamos asumiendo e interiorizando y nos ayudan a dar forma a nuestra forma de vida: empezando por nuestros pensamientos, sentimientos y percepciones y terminando por nuestra manera de actuar, que, a veces, incluso, nos juega malas pasadas porque nos puede hacer ver la realidad y la verdad de una manera distinta a lo que es. Por nuestra propia naturaleza humana somos vulnerables, porque nuestros estados de ánimo y nuestra forma de ver la vida va cambiando según los momentos en los que nos encontramos. Hemos de tratar de ser lo más objetivos posibles, para así no ser veletas dependiendo de los vientos y las corrientes que soplen en nuestras vidas. Merece la pena ser auténtico, aunque para ello hace falta tener mucha fuerza de voluntad para saber caminar contracorriente permaneciendo fiel a lo que uno cree que es su ideal de vida.
En la vida de fe nos ocurre lo mismo. No podemos caminar dependiendo del viento que nos sople. Vivir la fe en profundidad necesita de un alto nivel de exigencia personal para no desplazar a Dios. Él nunca va a luchar contra nosotros. En libertad debemos decidir sobre cómo queremos vivir y cuál es el lugar que a Dios le corresponde en nuestra vida. Ha de ocupar un lugar y debemos de saberlo con claridad. Divagar en la fe es lo más fácil. Posponer nuestra conversión lo más cómodo, porque así no nos complicamos tanto la vida. Así terminamos acomodándonos y adormeciéndonos en la fe, pasando de largo ante tantas situaciones que nos ayudarían mucho y nos harían las personas más felices del mundo. Dormirse en la fe significa perder la noción de la realidad, de lo que de verdad está ocurriendo y respondiendo como Jesús nos enseña en el Evangelio. Nos sumergimos en nuestro propio mundo, como si estuviéramos soñando y adornando la realidad a nuestro antojo para construirnos así nuestro propio estilo de vida.
Todos los creyentes deberíamos de vivir un mismo estilo de vida, el de Jesús en el Evangelio, siguiendo sus pasos, para así hacer realidad su Palabra allá donde nos encontremos. Hay una sola interpretación de la Palabra de Dios, la que nos enseña la Iglesia, y no podemos ninguno interpretarla a nuestra manera. Es imprescindible estar en comunión y vivir con fidelidad a lo que Jesús nos va enseñando día tras día. No se ama como los hombres ni se piensa como los hombres, sino desde Jesús, ya que Él va moldeando nuestros corazones para que sea imagen y semejanza del suyo. Como peregrino que es Jesús nos llama a que seamos creyentes dispuestos a vivir en libertad acogiendo lo que Dios Padre cada día nos regala: Todo es hogar, porque el mundo es donde habitamos y todos son hermanos, porque somos hijos del mismo Padre.
Por eso Jesús quiere que acojamos a los hermanos en nuestro corazón. No quiere prejuicios hacia nadie, sino que tengamos el corazón totalmente puro y abierto para que disfrutemos de cada persona con la que nos encontramos. Para Dios todos merecemos la pena y somos importantes. ¿No es este un motivo más que suficiente para alegrarnos? Sin Dios nuestra vida se sumerge en la tristeza y todo es pasajero y perecedero. Con Jesús tenemos la virtud de hacer que todo sea pleno, verdadero y auténtico, disfrutando así de la presencia del Señor en nosotros y compartiendo el camino de la felicidad con quienes nos rodean.
Merece la pena pararse en el camino con cada persona con la que nos encontramos y dedicarla el tiempo necesario. No dejes que las prisas te quiten tiempo de llegar al corazón del hermano. Si para Dios cada uno somos únicos, irrepetibles e insustituibles,¿cómo vamos a pasar de largo? Que el hermano que está a tu lado sea para ti descanso y luz de Dios en tu vida.