Somos conocedores de nuestra imperfección, de las limitaciones que tenemos y de las equivocaciones que cometemos. Hay veces que la soberbia nos ciega e impide que veamos claramente cuales son nuestras debilidades, porque nos hace creer que estamos en posesión de la verdad. Si algo nos recuerda la Palabra de Dios es que somos pecadores, que erramos y nos alejamos del Señor de la manera que menos esperamos. La perfección humana no existe en ningún hombre, el único perfecto es Jesucristo, y si perdemos la gracia de Dios nuestro corazón se inclina al mal. Sabemos que como aprendemos es equivocándonos, y hemos de procurar sacar lo positivo y la lección de todo lo que vivimos.
Reconocer nuestra culpa y nuestras limitaciones cuando nos equivocamos es un acto de humildad ante Dios y los hermanos. Hay veces que cuando ofendemos a Dios gravemente no nos sentimos merecedores de su perdón, porque el sentimiento de culpa y los remordimientos hacen que nos consideremos indignos. El Señor, como Padre bueno que es, siempre está dispuesto a perdonarnos cuando nos mostramos arrepentidos, porque es grande en misericordia. Nos perdona siempre porque sabe de la rectitud e intención de nuestro corazón.
Es necesario aprender de los propios errores, son las lecciones que la vida nos va dando para que no tropecemos dos veces en la misma piedra. Hay veces que nos sumergimos en esta dinámica de seguir repitiendo los mismos pecados, faltas y debilidades porque no estamos lo suficientemente centrados en nuestra vida espiritual y nos falla la vida de ascesis. Hay que tener gran determinación espiritual para perseverar y ser constante en el obrar cotidiano; para esto nos quiere ayudar Dios. Por eso el examen de conciencia es fundamental, porque nos permite revisar y analizar las situaciones de nuestra vida cotidiana y así no cometer las mismas faltas. Lo dice el apóstol san Pablo: «Examinad vosotros si os mantenéis en la fe. Comprobadlo vosotros mismos. ¿O no reconocéis que Cristo Jesús está en vosotros? ¡A ver si no pasáis la prueba!» (2 Cor 13, 5). Hemos de contrastar cada día nuestra vida con la Palabra de Dios, para que así podamos poner en práctica el Evangelio. No podemos vivir sólo con esta buena intención, sino que hemos de predicar con el ejemplo. Nuestra conciencia ha de ayudarnos a avanzar y a mantenernos firmes en la fe, sabiendo discernir en cada momento cómo Jesús nos habla en nuestra vida a través de los hermanos. Dios habita en cada uno de nosotros y según tratamos al hermano estamos tratando al mismo Cristo.
Mirando al corazón del hermano hemos de tratar de aprender de las vivencias de los que nos rodean. Para ello es importante, en primer lugar, mirar con amor a los que tenemos al lado, para aprender de las experiencias de vida que puedan tener y así no cometer los mismos errores. ¡Qué importante es la comunión espiritual! Así aprenderemos a sentirnos unidos cada vez más a la comunidad a la que pertenecemos. Dios es consiente de nuestras limitaciones y sabe hasta dónde podemos llegar. El Señor es tan bueno que «el sacrificio agradable a Dios es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú, oh Dios, tú no lo desprecias.» (Sal 51, 19). Sincérate con el Señor para que así tengas una mirada acogedora desde el corazón. El amor del Señor no tiene límites, déjate llevar por Él.