El evangelio es un reflejo de la vida misma. Son muchas las ocasiones en las que, ante los avatares y dificultades de la vida, los hombres acudimos a Dios movidos por las prisas, las ganas de que todo se resuelva, el deseo de que el Señor actúe pronto y nos conceda todo aquello que le pedimos, porque necesitamos su ayuda, pues incluso en algunos momentos, podemos llegar a rozar la angustia y la desazón. Pero los caminos y los tiempos del Señor son totalmente distintos a los nuestros. Él parece que no tiene prisa cuando nosotros la tenemos; parece que no nos escucha cuando le rogamos con insistencia que nos conceda cuanto le pedimos; parece que no está pendiente de nosotros cuando clamamos a Él con tanta insistencia; parece que se ausenta y nuestra vida le pasa totalmente desapercibida; parece que no nos mira cuando no hacemos más que rogarle y llamarle para que nos atienda como esperamos y deseamos. Dios no es como nosotros y actúa de una forma totalmente diversa a la nuestra.
Imagina la escena: Jesús, con los discípulos atravesando el mar de Galilea, dormido en la barca en medio de una fuerte tempestad; y los discípulos totalmente asustados. ¿Cómo es posible que duerma en medio de una tempestad, sin enterarse de lo que ocurre a su alrededor? Parece que está ausente de todo, sin enterarse de nada. Son muchas las ocasiones en las que nos parece que Dios está lejos de nosotros, ajeno a nuestra vida, como si nada de lo que nos ocurre le importara. ¿Son nuestras tempestades tan distintas a las del Señor? Es lo que parece en el evangelio: «Se levantó una fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba a popa, dormido sobre un cabezal» (Mc 4, 37-38). Dormir es signo de descanso, de tranquilidad, serenidad y paz. En medio de la tempestad Jesús no pierde la paz, los discípulos sí. Jesús no siente en ningún momento que su vida corra peligro, en cambio, los discípulos sí. De ahí la agitación que sienten, el miedo que les hace gritar de espanto, y que les hace sorprenderse e incluso hasta llegar a pensar, que Jesús, al que le habían visto hacer milagros, se desentiende de su gran problema en la barca. Como si no le importara sus vidas: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (Mc 4, 38).
Vamos a la deriva, a merced de la tempestad, embestidos por la tormenta y el fuerte viento; solos, abandonados, perdidos, sin rumbo y nos cuesta entender el silencio de Dios, como a los propios discípulos. La pregunta que los discípulos le hacen a Jesús está cargada de razón cuando el hombre no entiende lo que le está ocurriendo. ¿Es que ya no le importo a Dios? ¿Es que Dios me ha abandonado? En medio de la tempestad, Jesús no pierde la calma, no tiene miedo. Es quien toma la iniciativa, quien se levanta y pone todo en su sitio. Es quien interpela a los discípulos: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (Mc 4, 40). Son muchas las situaciones que ocurren en nuestro entorno que minan nuestra fe, la debilitan y hace que se tambalee. El miedo nos hace temblar y provoca las dudas en nuestro interior; unas dudas que nos llenan de inseguridades, de temores, que nos bloquean y paralizan, sin saber el camino que hemos de tener. Entonces nace la súplica angustiosa, incluso exigente en alguna ocasión, reprochándole a Dios que no actúe y “chantajeándole” con tantas cosas buenas que hemos hecho por Él a lo largo de nuestra vida y que merecen su recompensa. Los discípulos lo habían dejado todo para seguirle, ¿y se iban a hundir en el mar sin que Jesús no hiciera nada?
Entonces Jesús les cuestiona sobre su fe. Si han sido capaces de dejar sus redes para seguirle, ¿por qué dudan y pierden la paz estando en su presencia? El Señor no abandona. Jesús les quiere decir a sus discípulos que estando en la misma barca con Él, no deben temer porque están totalmente seguros; es Él quien lleva el timón y quien la dirige; es Él quien lo calma todo y transforma en silencio y paz cada una de las turbulencias de la vida. Por eso no dudes; que tu corazón no tiemble. Confía en el Señor para que sientas la fuerza interior para mantener la paz, la serenidad y la calma ante los envites de la vida. Tu vida será una acción de gracias profunda al Señor por tenerle siempre presente y dejar que disipe todo atisbo de miedo en tu vida. Que Jesucristo calme las tempestades de tu vida y te haga sentir siempre seguro, lleno de fe y de paz en el Señor.