A lo largo de nuestra vida son muchas las situaciones en las que nos vemos desbordados y superados por lo que nos ocurre o tenemos que vivir. Hay veces que no estamos preparados para afrontar momentos que nos llevan al límite de nuestro sufrimiento y que hace que toda nuestra vida se tambalee. Perdemos la ilusión y tomamos conciencia de que las cosas son más difíciles de lo que nos gustaría. Los pensamientos se nos disparan y no somos capaces de llegar a controlarlos. Parece como si nos fuésemos a volver locos, porque por más que repasamos lo ocurrido no encontramos explicación lógica.
Entonces poco a poco va surgiendo en nuestro interior ese sentimiento de impotencia, que nos va dando más amargura aún si cabe, y que nos va sumergiendo en una frustración cada vez más grande y más difícil de controlar. Y comienza ese sufrimiento, ese dolor que hace que hasta respirar nos cueste trabajo, y ya ni te cuento lo imposible que resulta despejar la mente, reflexionar con claridad. Y nos venimos abajo, llegamos a hundirnos en nuestro problema y se llega a convertir en monotema de nuestra razón, de nuestros pensamientos.
Bien es cierto que humanamente hay que pasar por este sufrimiento, frustración que nos quita la paz y nos inquieta brutalmente, pero no podemos permanecer en esta situación durante mucho tiempo. Es legítimo que tengamos nuestro tiempo de duelo, de aceptar lo que nos ocurre y reemprender la marcha. No podemos quedarnos parados. Es un lujo que no nos podemos permitir. La vida sigue.
Jesús en el Evangelio nos dice muy claramente cómo afrontar estas situaciones desde el ámbito de la fe: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga» (Lc 9, 23). Para mantener la fe en los momentos de sufrimiento y de dolor, cuando nos falta el aire y lo vemos todo oscuro, como si estuviésemos dentro de un pozo sin salida, tenemos que cargar con la cruz. Esto significa asumir lo que nos pasa y aprender a vivir con ello, hacernos a la idea de la situación que estamos viviendo y saber ponerla en las manos de Dios.
Negarse a uno mismo no significa que te olvides de ti y de tu vida, significa que el problema y la situación tan dolorosa por la que estás atravesando te sirva para reforzar tu confianza en Dios y ahondar en la comunión con Él. Y desde ahí ser capaz de hacer el acto de fe que te ayude a poner toda tu vida en las manos del Padre bueno que no te abandona nunca. Negarse a uno mismo significa también separarte de las cosas del mundo y no apartarte del camino que Jesús nos propone.
Tomar la cruz significa aceptar la situación, no rebelarte ni buscar escape, sino afrontarla con determinación a pesar del sufrimiento que provoca al principio. Tampoco es resignación, quien se resigna baja los brazos. Es levantarlos poniéndote en los brazos del Padre bueno.
Tomar la cruz significa también hacer lo mismo que Cristo realizó: vivir para los demás amándolos hasta el extremo, dando la vida, entregándola en la cruz, o dicho de otra forma, negándose así mismo, renunciar a su persona a favor de los demás. Esta es la clave en la que nos debemos mover, porque Cristo precisamente nos lleva a dar la vida.
Por eso te invito a que ante los momentos de mayor dolor y sufrimiento te pongas delante de Jesús y ores poniéndote en sus manos. Te lo aseguro, Dios no defrauda, nunca falla.