«¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo» (Mt 2, 2).
Ha sido una noche mágica de ilusión y llena de regalos, llena de momentos entrañables que los más pequeños y los que no lo son tanto, viven con nerviosismo y alegría esperando verse sorprendidos por sus Majestades de Oriente. Ellos vieron un signo en el cielo; una estrella que no brillaba igual que las demás, que tenía algo distinto y que les hizo cuestionarse qué es lo que significa, qué quería decirles y qué sentido tenía que ellos la viesen y los demás no. Así es la presencia de Dios en nuestra vida, en nuestro día a día. Él brilla de manera especial para que nosotros podamos verlo a través de los signos que manifiestan su voluntad, su proyecto de salvación que tiene para todos nosotros, con el deseo de llenar nuestras vidas de sentido, ilusión y felicidad y así ser capaces de ponernos en camino para ir al encuentro del Señor que está presente en medio de la vida, de lo que nos acontece, y, especialmente, en los hermanos que nos rodean, a quienes tenemos que amar y con los que tenemos que vivir y hacer también camino.
No dudaron sus Majestades de Oriente en ponerse en camino. Ellos no se querían perder aquel acontecimiento tan importante que iba a ocurrir. No sabían lo que era, no sabían qué querría decir, ni hacia dónde les iba a llevar. Simplemente la estrella les marcaba un camino que ellos estaban dispuestos a seguir. Tenían fe porque sabían de sobra que era especial. Lo mismo nos ocurre a nosotros. Ante la llamada de Dios, ante la estrella tenemos dos opciones: seguirla o no. En nosotros está, en nuestra santa libertad tenemos la ocasión de hacer la voluntad de Dios o no. Fiarse de Dios y ponerse en camino es entrar en la dinámica de la fe, sin cuestionar, sin dudar, sin rechazar, sin renegar, sin reprochar nada al Señor por no saber hacia donde vamos. Lo importante es que es Él quien nos guía, y con eso tenemos motivo más que suficiente para fiarnos de Él y saber que no nos va a ocurrir nada malo, más bien todo lo contrario, nos va a permitir encontrar la felicidad y la plenitud en cada una de las cosas que hagamos desde su presencia, a su lado.
Sus Majestades de Oriente fueron descubriendo a lo largo del camino el verdadero significado de la estrella y hacia dónde se dirigían. Cuando dejaron atrás sus vidas, sus comodidades, sus seguridades, su zona de confort, cuando iban caminando con lo puesto y solo lo necesario por el camino, “sin la casa a cuestas”, fue cuando se les fue revelando, y ellos fueron descubriendo, el verdadero sentido de su caminar. Así nos ocurre a nosotros también cuando nos ponemos en camino y somos capaces de desprendernos de todo (los evangelios lo llaman dejar las redes) para caminar con lo puesto y desprendernos de todo aquello que no nos es necesario para poder descubrir a Dios en nuestro camino y tener claro qué es lo que nos pide y cómo tenemos que vivir en nuestro día a día, para que todo tenga sentido y lo que realicemos sea desde su presencia y en su nombre. Así es como nuestra fe se fortalecerá y se afianzará cada vez más, porque los caminos del Señor están llenos de Él y con muchos gestos y signos que nos manifiestan totalmente su amor. Sólo así te sentirás seguro y afianzado en la fe, porque la estrella te va llevando por lugares desconocidos donde Dios te va pidiendo que los transformes y los cambies desde el amor y la misericordia, siendo luz para los demás e invitándoles a seguir la estrella.
Y la estrella llevó a sus Majestades de Oriente a Jerusalén y al portal de Belén. Ya tenían claro que estaban buscando al Rey de los judíos que había nacido y sabían cuál era la meta y lo que tenían que hacer. Adorar a Dios, postrarse ante Él y tener un encuentro personal con el mismo Cristo que les transformó para siempre. Es lo mismo que nos ocurre a nosotros cuando desde la fe tenemos claro qué es lo que tenemos que hacer. Lo descubrimos según vamos avanzando. Primero hay que convertirse; después sentir sed de Dios para querer estar siempre con Él y buscarle en todo momento; a continuación, hay que dejarse llenar el corazón del amor de Dios que nos lleva a darlo todo por Él; y por último hay que derramarse y repartirse entre los que nos rodean, sin despreciar a nadie. Adorar a Dios es servir al hermano, negarte a ti mismo, ponerte en camino fiándote plenamente de que quien te dirige y te va diciendo todo es el mismo Cristo a través de su Palabra diaria. Adorar a Dios es también entregarle tu corazón al Señor sin restricciones y contemplarle sin prisas, sin nada que te distraiga y te impida saborear cada instante que estés con Él.
Adora a Dios con todo tu corazón y con todas tus fuerzas, para que brilles tú también como la estrella que ayuda a los demás a llegar ante el Niño Jesús. Feliz día de Reyes.