Bien sabemos de sobra que la enfermedad no entiende de edades, clases sociales, status… A todos nos va tocando de lleno, bien por familiares cercanos, bien personalmente. Todos hemos estado alguna vez enfermos y hemos experimentado la fragilidad y debilidad de nuestro propio cuerpo. Cuando la enfermedad es duradera llegamos a verla incluso como a un gigante que nos merma y nos quita fuerza y aliento de vida. Lo que menos podemos hacer ante la enfermedad es descuidar, perder y abandonar nuestra fe, pues es dar paso a un camino de desesperanza y sufrimiento difícil de aceptar y asumir que nos va haciendo cada vez más pequeños y minando nuestro deseo de superación y de volver a ilusionarnos.
Tenemos que estar preparados para afrontar las enfermedades físicas y psíquicas, pues necesitamos ese justo equilibrio. Pero el equilibrio personal no solo está en la mente y en el cuerpo, también en el alma, en nuestra propia interioridad. Dependiendo del estado de nuestra vida interior tendremos más facilidad y paz para afrontar las dificultades y enfermedades que nos vengan. Y cada uno tenemos que mirar cuáles son las enfermedades que tenemos en nuestra alma y que nos impiden reconocer a Dios y dejarle habitar en nuestros corazones.
Muchas son las veces donde los hombres nos rompemos ante la injusticia del mal y el drama de la muerte; y muchos son los hermanos nuestros que encuentran a Dios culpable de estas situaciones. Si de algo estoy seguro es que Dios no desea nuestro sufrimiento, sino nuestra felicidad, pero este mundo en el que vivimos está “«en estado de vía» hacia su perfección última. Este devenir trae consigo en el designio de Dios, junto con la aparición de ciertos seres, la desaparición de otros; junto con lo más perfecto lo menos perfecto; junto con las construcciones de la naturaleza también las destrucciones” (Cf CIC, 310).
Comparemos un día con nuestra propia vida: Cada día amanece y sale el sol, como cuando nosotros nacemos y nos abrimos a la vida; el sol va elevándose hasta el mediodía que está en lo más alto, como nuestro crecimiento personal hasta que llegamos a la flor de la vida; luego el sol va poniéndose hasta que atardece y se hace de noche, como el envejecimiento de nuestro propio cuerpo, donde vamos perdiendo fuerza y energía hasta que también se hace noche en nuestra vida y morimos.
La Iglesia responde al problema del mal que tanto nos inquieta. Y nos habla:
- del mal físico: ese mal que no podemos evitar como las enfermedades, catástrofes naturales, la propia muerte…
- y del mal moral: el mal que es fruto de nuestro comportamiento y del uso de nuestra libertad como los asesinatos, mal reparto de las riquezas… (Cf CIC, 310 – 314).
Y ante este problema del mal nosotros creyentes a la luz de la Palabra de Dios y del Magisterio de la Iglesia tenemos que interiorizar todo esto para dar sentido a lo que la vida nos trae y a lo que cada uno tenemos que afrontar.
Ante esto Jesús tiene unas palabras muy acertadas en el evangelio: «Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas» (Mt 11, 28-29).
Ante los momentos de enfermedad y dolor siempre tenemos como primera reacción humana: angustia, tristeza, rebeldía, shock, amargura, … hasta que comenzamos a ser conscientes de la situación y nos tenemos que plantear o vivir rebelados y amargados o vivir aceptando la realidad puestos en las manos del Señor. Es verdad que el dolor y el sufrimiento ante la enfermedad no se van a pasar, pero cuando nos ponemos ante Dios, en nuestro interior, sí que cambia el ánimo con el que lo afronta.
La vida es cansada y agotadora en muchos momentos, por eso necesitamos apoyarnos en Cristo que es manso y humilde de corazón, pues quien tiene mansedumbre y humildad es capaz de aceptar y no hacerse grandes preguntas en su interior, porque se abandona en las manos del Padre y es capaz de encontrar el descanso en Él ya que tu alma se siente reconfortada. Yo creo que aquí está la clave: sentirte reconfortado y aliviado por el Señor ante cualquier sufrimiento, dejando que Él sea quien te guíe y llegue a lo más profundo de tu ser para encontrar el consuelo. Sólo Dios puede llegar a lo más profundo de ti. Por eso ante lo inexplicable del mundo en el que vivimos ponte en sus manos y déjate llevar para sentirte acompañado y aliviado. Sentir al Señor como tu compañero de camino, especialmente en los momentos más duros y difíciles de tu vida, es lo más reconfortante que como creyente puedes vivir. Aprovéchalo.