Todos tenemos nuestras luces y nuestras sombras; sabemos de nuestras limitaciones, debilidades y pecados que nos hacen caer en la tentación o dejarnos llevar por multitudes de situaciones que no nos complican la vida y nos hacen vivir más placenteramente; también sabemos de nuestras luces y virtudes que nos permiten sacar lo mejor de nosotros mismos y dar nuestra mejor versión cuando nos lo proponemos, sobretodo cuando lo hacemos desde el amor verdadero. Así somos y así es como nos presentamos ante los demás. La vida no está exenta de dificultades en la convivencia, en el caminar diario con quien tenemos a nuestro lado. Cuanta mayor facilidad tengamos para aceptar a los otros, mucho mejor caminaremos y avanzaremos construyendo comunidad y buscando el bien del hermano, a pesar de que se equivoque o no actúe como nosotros esperamos. Gracias al perdón, a la misericordia y a la comprensión somos capaces de realizarlo.
Extrapolando estas vivencias a la Iglesia, creo que también hemos de ser justos a la hora de tratarla y sobre todo de vivirla. También la Iglesia tiene sus luces y sus sombras, porque es santa y pecadora como nosotros mismos. Si somos exigentes con la Iglesia y le pedimos compromiso, coherencia, ética, buenas prácticas… y tantas cosas más, creo que nosotros también debemos de exigirnos lo mismo que demandamos, principalmente para no caer en la demagogia barata y seguir viviendo incoherentemente nuestra vida de fe haciendo algo que el Señor Jesús denunció en su momento: la falsedad de los fariseos, que eran duros con los demás a la hora de exigir la vivencia y puesta en práctica de la ley y en cambio ellos no eran misericordiosos con los demás. Por eso el Señor Jesús les dijo: «No tienen necesidad de médico los sanos, sinos los enfermos. Andad, aprended lo que significa “Misericordia quiero y no sacrificio”: que no he venido a llamar a justos sino a pecadores» (Mt 9, 12-13). Jesús se nos presenta como el médico que ha venido a curarnos a todos, ya que somos pecadores. No hay persona en la tierra que sea perfecta, por lo tanto, todos necesitamos mejorar y avanzar en nuestro camino por la vida.
Practicar la misericordia y participar de la vida de la Iglesia, significa vivir en comunión, estar unidos en el corazón desde el Evangelio que interiorizamos, sintiéndonos instrumentos del Señor para hacer realizad el Reino de Dios que a nosotros nos toca construir en este preciso momento de la historia.
Ser partícipes de la historia y sentirse protagonista de ella es fundamental para vivir la fe «porque el Reino De Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo; el que sirve en esto a Cristo es grato a Dios, y acepto a los hombres. Así, pues, procuremos la paz y lo que contribuye a la edificación mutua» (Rom 14, 17-18). Déjate llevar por el Espíritu Santo para que los frutos de justicia, paz y alegría lleguen a tu vida, y sobre todo puedas amar a los demás desde tu experiencia profunda de oración y de encuentro con Jesucristo. No te dejes llevar por las voces y ecos de los que no aman y siempre están juzgando y sacando los defectos de los demás, sin mirarse a sí mismos, y cuando se miran es para justificarse y poner excusas para seguir juzgando.
En este momento de la historia que estamos viviendo y construyendo juntos, cada uno desde su parcela y desde su amor a Dios, estamos llamados a sumar fuerzas y a unirnos desde la fe, sabiendo que nuestro granito de arena es insignificante para el mundo, porque no tenemos el eco suficiente, pero sí que lo queremos sumar a la montaña de demás granitos que conforman la Iglesia, para que desde nuestra creencia en Jesucristo, seamos juntos altavoz para el mundo. ¿Cómo?: “Procurando todo lo que contribuye a la edificación mutua”. Así es como Dios nos quiere, unidos y edificándonos mutuamente con palabras de fe. Siendo parte activa y viviendo desde el compromiso en los pequeños detalles, favoreciendo desde todos los ámbitos de tu vida lo que construye Iglesia y Reino de Dios. Porque Dios sabe lo que nace de tu corazón y se encargará de darte el ciento por uno en los dones que te ha regalado al nacer. El mérito de la grandeza de la Iglesia no está en ti, sino en el Señor. Déjate llevar y ponte en sus manos. No quieras sustituirle ni erigirte en juez de nadie, porque no lo eres. Eres uno más, un servidor del Señor que lo hace desde la fe y convencido por el gran amor que sientes por Él. Siéntete protagonista del Reino de Dios, déjate guiar por el Espíritu Santo y ama a la Iglesia sin juzgar ni criticar.