¡Cuántas veces nos angustiamos e impacientamos porque las cosas no llegan cuando queremos! Son muchos los momentos en las que a lo largo de nuestra vida nos sentimos así, porque deseamos que ocurra lo que mejor nos conviene. El no tener la información suficiente nos hace desear más todavía, la mente vuela a pasos agigantados junto con la imaginación y nos ponemos nerviosos, empezamos a imaginarnos cosas que no son, los nervios aumentan más todavía y perdemos la paz.
La duda se hace cada vez más grande y parece que todo se desmonta a tu alrededor, porque lo que pensabas que estaba seguro en ese momento no lo es tanto. Entonces empiezan a pasar por tu mente conversaciones pasadas, comentarios realizados, ilusiones que te habías hecho… y empiezas a pensar que la vida no es tan bonita como tú creías; es como si todo se hubiese desmoronado de repente y nada mereciese la pena. Empiezas a cuestionarte todo, lo miras todo desde el prisma de lo negativo y tu alma se llena de desánimo; piensas en arrojar la toalla y tirarlo todo por la borda porque has perdido la paz. La impotencia y la inseguridad empiezan a hacer su trabajo a la perfección y primero te bloqueas para después empezar a llenarte de preguntas sin respuestas que terminan por dejarte en la cuerda floja.
Piensa por un momento que Dios escribe derecho en renglones torcidos y que si Él te ha llevado hasta esa encrucijada de caminos es por algo. Bien sabemos que en la vida no es todo bueno y que tenemos que aceptar lo que no nos gusta, pero Dios siempre estará con nosotros, en los buenos y en los malos momentos, porque es un Padre bueno y fiel. Él bien sabe por qué hace las cosas, por qué nos rompe los esquemas y por qué cambia nuestros planes cuando creemos que no nos venían bien en ese preciso momento. El ejemplo lo tenemos en Getsemaní, cuando Jesús oraba: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya y se apareció un ángel del cielo que lo confortaba. En medio de su angustia, oraba con más intensidad. Y le entró un sudor que caía hasta el suelo como si fueran gotas espesas de sangre» (Lc 22, 42-45). Ponerse en las manos del Padre, hacer la voluntad de Dios ante la angustia de tener que morir, es el mejor ejemplo que Cristo nos da para no rendirnos ni desfallecer y sobre todo confiar. Así lo dice Jesús: “Hágase tu voluntad”, para expresar que por encima de todo está la fidelidad a la misión.
Es bueno tener claro el sentido del por qué actuamos y cuáles son los motivos que nos mueven. Esta es la actitud del mismo Cristo en el momento de angustia. Además “oraba con más intensidad” pues sólo desde la oración podremos encontrarnos con el Señor y hallar la fortaleza que necesitamos para afrontar la dificultad que tenemos por delante. No te rindas ni desesperes en esos momentos, pues agarrarse al Señor en la oración es lo que ayuda a dar los pasos necesarios.
La angustia es un sentimiento humano que es normal que se produzca en nuestra vida ante determinadas situaciones, pero que no se debe prolongar en el tiempo, porque es cuando empieza a hacer verdaderos estragos en nosotros. Cuando tu vida la tienes entregada a Dios las dificultades no se viven de la misma manera. Todo es distinto pues Dios, que siempre nos cuida, sale a nuestro encuentro y nos allana el camino. Nada hay imposible para Él, sólo hay que hacer ese acto de fe que nos permite abandonarnos en sus manos y dejar que sea Él quien guíe nuestros pasos. Dios siempre provee.