Bien sabemos de sobra que la enfermedad no entiende de edades, clases sociales, status… A todos nos va tocando de lleno, bien por familiares cercanos, bien personalmente. Todos hemos estado alguna vez enfermos y hemos experimentado la fragilidad y debilidad de nuestro propio cuerpo. Cuando la enfermedad es duradera llegamos a verla incluso como a un gigante que nos merma y nos quita fuerza y aliento de vida. Lo que menos podemos hacer ante la enfermedad es descuidar, perder y abandonar nuestra fe, pues es dar paso a un camino de desesperanza y sufrimiento difícil de aceptar y asumir que nos va haciendo cada vez más pequeños y minando nuestro deseo de superación y de volver a ilusionarnos.
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Sin apariencias
Muchas veces guardamos las apariencias ante los demás para ocultar nuestros problemas, estados de ánimo, opiniones y pensamientos… con el fin de no ser sinceros para no herir y para no quedar mal. Sabemos sobradamente que la sociedad que nos rodea está llena de apariencias donde todo parece que funciona con normalidad en una casi perfecta sincronía. Por desgracia gran parte es apariencia porque así lo disfrazamos nosotros y porque lo convertimos en un mecanismo de defensa ante los problemas y situaciones de nuestra propia vida. El problema es cuando lo convertimos en nuestra forma de vida y es algo habitual, se traduce en mucha buena imagen, pero sin ninguna profundidad.
Cuántas veces hemos puesto buena cara a una persona con la que nos hemos encontrado y la hemos tratado como si tal cosa, incluso alagándola o bromeando con ella y luego a la vuelta la hemos juzgado, criticado o simplemente, como nos cae mal, decimos que no la soportamos. No podemos huir de estas realidades, ni hacer creer a las personas que contamos con ellas, para luego utilizarlas o darlas de lado. Si queremos ser auténticos cristianos debemos ser sensibles a los demás y sobre todo sinceros.
Entre la espada y la pared
Muchas son las ocasiones en las que nos encontramos entre la espada y la pared. Incluso llega a parecer que no vemos ninguna salida por ningún lado vayamos por donde vayamos. La vida nos va poniendo pruebas en el camino que de alguna manera miden nuestra fe y la confianza que tenemos en Dios. Siempre en los momentos de dificultad y de incertidumbre tenemos la duda que nos martiriza y que hace que vayamos desconfiando de todo.
Si hay una manera de que nuestra fe crezca es con las dificultades, con esos momentos que no deseamos y que humanamente queremos que pasen rápidos, porque nos vemos en esa encrucijada de tener que elegir entre fiarnos de Dios y mantenernos firmes en nuestra postura o abandonarlo y dejarnos llevar por nuestros sentimientos y esquemas.
Convencido de lo que haces
Si hay algo que apenas nos gusta es que no nos den explicaciones de lo que tenemos que hacer. Siempre necesitamos un motivo, una explicación del por qué tenemos que hacer las cosas, para hacerlas con agrado y si se puede disfrutar sacándole el mejor provecho a nuestro esfuerzo y a nuestro tiempo. Queremos y necesitamos saber con antelación lo que tenemos que hacer, para organizarnos y que dentro de nuestros esquemas mentales todo esté previsto y sepamos encontrar la motivación necesaria que nos permita dar lo mejor de nosotros mismos.
No podemos actuar por impulsos sin valorar las consecuencias que nos acarrean nuestros actos. Cierto que a todos nos gusta controlar nuestra vida y desechamos por la vía rápida los momentos de incertidumbre e inseguridad que tanto daño nos hacen privándonos de la paz y serenidad tan necesarios para nuestro equilibrio personal.
Conversaciones pendientes
Son muchas las ocasiones en las que nos callamos lo que pensamos y lo que sentimos; algunas veces para no herir a la otra persona y otras porque no nos atrevemos a expresar lo que verdaderamente sentimos, o bien porque sentimos vergüenza o bien porque pensamos que nuestros sentimientos no son tan importantes para los demás. La prudencia es muy buena y sana cuando lo que pretendemos es hacer el bien al otro, pero no es buena cuando callamos por respeto humano y damos por hecho que los demás saben lo que sentimos por ellos.
Tiempo para el Señor
Todos valoramos mucho nuestro tiempo y no nos gusta perderlo. Son muchas las actividades que diariamente hacemos y que vienen marcadas por el trabajo, las distintas responsabilidades familiares que tenemos, nuestras amistades, el ocio. Intentamos organizarnos lo mejor posible para que nos dé tiempo acudir a todo, aunque eso suponga tener que llevar un ritmo de vida bastante acelerado. Nos cuesta trabajo pararnos a contemplar lo que hay a nuestro alrededor. Hay muchos días que nos faltan horas y hay veces nos quedamos con la sensación de que no llegamos porque tenemos muchos frentes abiertos y no llegamos a todo lo que nos gustaría. Los días van pasando y hay ocasiones en las que decimos que la vida pasa demasiado deprisa, vamos pasando los días y hay veces que nos queda el sentimiento de que no avanzamos ni progresamos lo que desearíamos. Y es verdad que todo es cuestión de tiempo.
Confianza ante la impotencia
Cuántas veces hemos querido ayudar y solucionar los problemas de las personas que amamos y nos importan y no podemos hacer nada porque la situación se nos escapa de las manos y no podemos ayudar. Poco a poco comienza a surgir un sentimiento bastante grande de malestar interior que hace que nos revelemos y que tengamos una rabia interna acumulada difícil de sacar. Nos sentimos impotentes porque las situaciones nos superan y no podemos hacer nada, nos vemos atados y por mucho que buscamos soluciones y respuestas a los problemas no las encontramos.
Cambio de planes
A ninguno nos gusta que nos rompan los esquemas y que nos cambien los planes. Muchos han sido los enfados que a lo largo de la vida nos llevamos, cuando a última hora lo que teníamos programado lo tenemos que cambiar por un inconveniente de última hora o porque nos hemos visto forzados por cualquier situación ajena a nuestra voluntad. A todos nos gusta tener nuestra vida bien segura y amarrada para que todo nos salga como pensamos. Muchos son los esfuerzos que invertimos para conseguir lo que nos proponemos y así construir nuestra zona de confort, que hace que nuestro mundo personal sea estable, no se tambalee y nos sintamos cómodos y felices con lo que vamos consiguiendo.
El fuego de la lengua
A todos nos gusta hablar y opinar sobre muchos temas. Hay veces que cuando opinamos parece como si fuésemos expertos en los temas, pues parece que entendemos de todo y llegamos a expresar que nosotros lo podemos hacer incluso mejor también. Y aunque no lo digamos a nadie, al menos lo pensamos. Lo cual demuestra un poco de envidia y orgullo por nuestra parte pues parece como si nos creyéramos superiores.
¿Condenados a entendernos?
Cada uno somos fruto de la educación y de la formación que hemos recibido desde que nacemos. Desde pequeños empezamos a ser esponjas y absorbemos todo lo que nos enseñan y vemos a nuestro alrededor. Así aprendemos y vamos forjando nuestra manera de ser. Corremos el riesgo de quedarnos anclados en nuestro tiempo y de no adaptar nuestras costumbres, hábitos, mentalidades y pensamientos al cambio de los tiempos y a las generaciones más jóvenes si no tenemos esa capacidad de apertura para acomodarnos a los avances de nuestra sociedad, sabiéndolos interiorizar y acoplándolos a nuestra manera de ser.