Cada uno somos fruto de la educación y de la formación que hemos recibido desde que nacemos. Desde pequeños empezamos a ser esponjas y absorbemos todo lo que nos enseñan y vemos a nuestro alrededor. Así aprendemos y vamos forjando nuestra manera de ser. Corremos el riesgo de quedarnos anclados en nuestro tiempo y de no adaptar nuestras costumbres, hábitos, mentalidades y pensamientos al cambio de los tiempos y a las generaciones más jóvenes si no tenemos esa capacidad de apertura para acomodarnos a los avances de nuestra sociedad, sabiéndolos interiorizar y acoplándolos a nuestra manera de ser.
Tenemos que tener un buen filtro que nos ayude a quedarnos con lo que nos enriquece y a desechar lo que nos perjudica. No todo vale, y hemos entrado en una dinámica en nuestra sociedad donde el relativismo y el todo vale son la punta de lanza; donde todos tenemos derechos a hacer lo que nos venga en gana sin mirar donde termina nuestra libertad, pisando la del otro e incluso no teniendo respeto por sus ideas. A las minorías hay que respetarlas y darlas su espacio, pero no pueden someter la voluntad de la mayoría.
De esto habla el apóstol S. Pablo cuando nos dice que «Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos» (1 Cor 12, 4-6). Si algo hemos de tener claro es que todos tenemos que buscar el bien común. Entrar en la dinámica de la fe significa olvidarnos de nuestros intereses particulares y pensar en el bien común de todos. Por eso es importante el servicio y la disponibilidad para servir y entregarse altruistamente a los demás, pues nos hace poner en común todo lo que tenemos, buscando siempre lo mejor para los demás. Cada uno tenemos una serie de carismas, ministerios y actuaciones que tenemos que encajar con los demás. No podemos competir entre nosotros, sino convivir con lo que somos y tenemos, llegando a compenetrarnos de tal manera que seamos capaces de construir y transformar el mundo en el que vivimos. La llamada que nos hace el Señor es a vivir siempre unidos y a estar atentos para superar cualquier dificultad y tentación que nos separe. Si ya de por sí la vida es a veces demasiado complicada, no la compliquemos nosotros más con nuestras disputas competitivas que lo único que hacen es minar nuestras fuerzas y desunirnos más.
Por eso mira a quienes te rodean y observa cada uno de los carismas y dones que Dios les ha regalado. En primer lugar, da gracias a Dios por todo lo bueno que tienen y por su persona. Mira a tu interior y piensa cómo puedes complementar al otro para así poder vivir con un mismo estilo de vida, dando testimonio y razón de tu fe. Busca a más personas que puedan ser partícipes de este proyecto de vida tan bello como es el Reino de Dios, y que nos hace sentirnos como familia, para así ir construyendo poco a poco una comunidad viva que sea referente en nuestra sociedad.
El primer paso lo tienes que dar tú, no puedes esperar a que sean los demás quienes vengan a buscarte, no puedes ser sujeto pasivo, sino activo. Y desde esa parcela de responsabilidad que el Señor te ha dado de Reino de Dios tienes que cuidarla y hacerla crecer con los que están a tu alrededor. Tú no has elegido ni la familia, ni el tiempo ni el lugar en el que vivir. Lo ha elegido el Señor por ti porque bien sabe de lo que eres capaz. Por eso desde tu oración personal pídele a Dios que te ayude a aceptar a los demás con todo lo que son, bueno y malo, y deja que Él haga el resto. ¿Condenado a entenderte con los demás? No, has sido llamado para la misión más bella del mundo: Compartir tu experiencia de fe desde el amor verdadero sin esperar nada a cambio. Tú eres capaz con su ayuda. ¡Créetelo!