Cuántas veces hemos querido ayudar y solucionar los problemas de las personas que amamos y nos importan y no podemos hacer nada porque la situación se nos escapa de las manos y no podemos ayudar. Poco a poco comienza a surgir un sentimiento bastante grande de malestar interior que hace que nos revelemos y que tengamos una rabia interna acumulada difícil de sacar. Nos sentimos impotentes porque las situaciones nos superan y no podemos hacer nada, nos vemos atados y por mucho que buscamos soluciones y respuestas a los problemas no las encontramos.
Entonces comienza a nacer esa sensación de amargura en nuestra vida que nos va quitando la paz interior y hace que empecemos a rebelarnos contra Dios y contra todos. Al no poder controlar nuestros pensamientos ni sentimientos todo cambia en nuestro interior, pues la frustración nos invade y comienza a cambiar el carácter y el humor; muchas cosas nos empiezan a salir mal y estamos siempre quejándonos, nuestro carácter se agría y todo lo criticamos negativamente, desde la dureza y en ocasiones desde el rencor. La convivencia también se vuelve más difícil en el día a día pues la infelicidad y el resentimiento van haciendo mella en todos los ámbitos de la vida y llega a desconectarnos de la gente y no considerar los sentimientos hacia ellos. Y por supuesto, también empieza a resentirse la fe, el sentido de la vida y la pérdida de toda motivación personal para cambiar y avanzar. Hay veces que en la amargura podemos resumir todas nuestras frustraciones, heridas, rechazos, sufrimientos…
La impotencia y la amargura ahuyentan al Espíritu de Dios que viene a nuestra vida para ayudarnos a asumir y afrontar lo que la vida nos trae y que todo tenga sentido sabiéndolo encajar en lo que vivimos. Además, encontramos mucha dificultad para afrontar nuestra propia realidad y los cambios que la vida nos va trayendo.
Jesús nos dice en el Evangelio que «lo que es imposible para los hombres es posible para Dios» (Lc 18, 27). No tires la toalla, que la lucha no deje de tener sentido para ti porque Dios está a tu lado para ayudarte y no te abandona. Es posible que los sentimientos encontrados que tengas te hagan pensar que Dios no está o que se ha ido de tu lado y tienes una fortísima tentación de abandonar y rendirte. Por mucho que veas que no hay salida y todo sea oscuro en tu vida, no temas, haz ese acto de fe que te ayude abandonarte en Dios que todo lo puede. Sus planes no son los tuyos y Él escribe derecho en renglones torcidos.
Dios quiere invitarte a ver más allá de tus problemas y agobios. Aunque no entiendas el por qué; aunque grites y te lamentes, aunque nadie te conteste, Dios siempre está presente en el silencio y en la quietud de tu alma. Y como dice el apóstol San Juan: «En esto consiste la confianza que tenemos en él: en que si le pedimos algo según su voluntad, nos escucha. Y si sabemos que nos escucha en lo que le pedimos, sabemos que tenemos conseguido lo que le hayamos pedido» (1 Jn 5, 14). Sé que es difícil mantener la calma, la paz y el silencio en un momento complicado, pero este es el camino señalado por Jesús y la fórmula de vida que la Iglesia te propone: coger la cruz y seguirle; aceptarlo todo ofreciendo tu sufrimiento, angustia y amargura por los demás.
Ten en cuenta que obstáculos siempre vas a tener en la vida, por eso tómate las dificultades con calma; que tu solidaridad por el dolor y sufrimiento de los demás te ayude a apoyarte más en el Señor y a rezar más para saber tener palabras de consuelo, esperanza y ánimo hacia ellos, porque Dios te necesita como instrumento suyo para consolar en el dolor; para ofrecer esas palabras que reconforten y hagan salir de ese gran pozo en el que sumerge la impotencia y la amargura. Aliméntate de Cristo en la Eucaristía y habla con Él en tu oración para que seas luz para los demás en medio de esa gran oscuridad en la que la vida nos envuelve. Él cuenta contigo, ¿estás dispuesto? No dudes en decirle que sí.