Seguro que conoces a personas que tienen un gran corazón y cuando estás con ellas disfrutas de su compañía y de la paz y tranquilidad que te transmiten. Son necesarias en nuestra vida, no solo por lo que nos aportan mucho bueno, sino por todo lo que hacen en su entorno, transformando tantas realidades y contribuyendo a que todo marche mejor. A menudo hemos escuchado, incluso experimentado, en primera persona, que hacer las cosas de corazón nos puede acarrear momentos de sufrimiento porque nos damos totalmente y en muchos momentos los demás no perciben la bondad con la que se actúa y miran más el beneficio personal y sacar el mejor partido de las situaciones que se les presentan. Quien actúa de corazón tiene un amplio sentido de la generosidad y de la entrega, sabiendo anteponer siempre lo común antes que lo personal, buscando ser fiel a sí mismo sin dejar que las circunstancias y el entorno le apaguen su autenticidad. Esto último, en mi humilde opinión, es lo que hace auténticas a estas personas, pues por encima de todo se mantienen fieles a sí mismas y son capaces de aceptar adversidades y caminar contra corriente para seguir siendo ellas mismas.
Jesús nos lo enseña así en el Evangelio, porque con su vida nos enseña a hacer, aunque la propia vida esté en juego. Llega un momento en el que uno mismo deja de importar, porque lo que vale es donarse a los demás. Así fue la opción de Jesucristo desde el primer momento, se donó a sí mismo para que experimentáramos el gozo de sentirnos elegidos por Dios para participar de su proyecto de salvación, pues la vida de fe la vivimos en plenitud cuando ponemos en práctica el evangelio y dejamos que el Señor entre en nuestro corazón para amar desinteresadamente entregando nuestra vida. Deja que con la ayuda de Dios te importen más los demás que tú mismo; es la renuncia que a primera vista parece que te deja solo, pero no, justo lo contrario, sin saber cómo todo te viene devuelto de una manera mucho más grande. Así lo dice Jesús: «Todo el que por mí deja casa, hermanos o hermanas, padre o madre, hijos o tierras, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna» (Mt 19, 29). Esta es la desproporcionalidad con la que Dios nos trata, porque ningún esfuerzo que hagamos pasa desapercibido para Él. Por eso nos da cien veces más, porque sabe de la renuncia que hemos hecho; sabe que estamos tan identificados con Él que acrecienta mucho más nuestro sentido de pertenencia e identidad colmándonos de bienes que nos sobrepasan y desbordan.
Por eso necesitamos frutos que moldeen nuestro “Sí” a Dios, porque nos unen y nos ayudan a dar pasos en nuestra vivencia cristiana, comprometiéndonos, poniéndonos en las manos de Dios y dejando que sea el Señor quien nos ayude a purificarnos y a dar lo mejor. Que tu opción de fe te ayude a dar pasos hacia Dios, viviendo con mayor entrega y radicalidad el evangelio, para ser signo; para que el mundo no te arrastre al abismo de Dios, sino que seas capaz de poner tu corazón al servicio de Jesús y del Evangelio y así ir siempre con Él por delante, para que tus ambientes los transformes y sobre todo llegues a los demás, porque eres el primero que predica con el ejemplo y transmites el Amor de Dios en cada encuentro con el hermano.
Deja que sea Dios quien habite en tu corazón, para que seas tú el primero en llenar de Vida tu entorno y así ir preparando el camino al Señor que viene, porque Dios sigue contando contigo y esperando a que des la llave de tu vida, para que acampe en ti y así lo puedas transmitir con fuerza y amor a todos.