Qué cara se nos queda cuando recibimos un regalo o una sorpresa que no esperamos. ¡Cuánto nos alegramos y disfrutamos el momento! Muchas son las sensaciones que experimentamos y que hacen que vivamos con intensidad y emoción ese instante. ¡Cuánto nos gusta sentirnos queridos y amados! Lo necesitamos constantemente y buscamos siempre gestos y palabras que así nos lo hagan sentir. Ilusionarnos y alegrarnos es fundamental en nuestra vida, pues nos permite afrontar con fuerza el día a día.
Podríamos preguntarnos: ¿Qué es lo que nos quita la alegría y nos impide sorprendernos en cada momento? Muchas son las situaciones que nos preocupan e inquietan y no nos dejan saborear la vida desde esa actitud de sorpresa y admiración por lo que acontece. La rutina, las prisas, los agobios… nos acostumbran a determinadas situaciones personales donde perdemos esa capacidad de sorpresa ante lo extraordinario de nuestra propia vida. Cada uno tenemos nuestras circunstancias que nos sumergen en nuestro propio mundo y nos centra en nosotros mismos, olvidándonos de todo lo bello que podemos realizar contemplando y admirando lo que hay en cada uno y a nuestro alrededor.
Dios es el Dios de las sorpresas y como siempre quiere lo mejor para ti. Está empeñado en sorprenderte y hacerte protagonista de tu propia vida. Por mucho que quieras no puedes rehuirle porque Él sabe decirlo de manera que no te puedas negar. Eso mismo le pasó a Moisés cuando vio en el monte Horeb la zarza ardiendo y el Señor le llamó diciendo: «“He visto la opresión de mi pueblo en Egipto… marcha, te envío al faraón para que saques a mi pueblo, a los hijos de Israel”. Moisés replicó a Dios: “¿Quién soy yo para acudir al faraón o para sacar a los hijos de Israel en Egipto? {…} Yo nunca he sido hombre con facilidad de palabra, ni siquiera después de que tú has hablado con tu siervo, pues soy torpe de boca y de lengua”» (Ex 3,1 – 4,17). Moisés se vio totalmente sorprendido por Dios, lo que fue mera curiosidad al principio al ver una zarza que no se consumía, se convierte en una misión sorpresa, una misión que nace del encuentro en la montaña, en la soledad, sin testigos, pero con un mandato claro por parte de Dios: Un pastor que va de parte de Dios a liberar a un pueblo de la persona más poderosa del mundo. Así de desproporcionado es Dios, de la humildad y sencillez saca la grandeza.
Esto mismo quiere hacer contigo en este preciso instante, quiere que tú también participes de esta misión de hacer realidad el Evangelio: dejándote llenar de la frescura que Dios trae a tu vida, con su Palabra que te ayuda a escuchar lo que Él te tiene que decir para que cambies el mundo; con la Eucaristía que es el alimento del alma para que renueves tus fuerzas y todo tu ser; con la Oración que es la fuente de la cual bebes y nutres tu espíritu que llega a contemplar el rostro de Dios; con la Confesión que limpia y purifica tu vida con el amor que Dios derrama llenándote con su misericordia; con el compromiso que te lleva a dar razón de tu fe a los que te rodean, dando la vida como lo hizo Jesús en la cruz.
La llamada de Dios siempre sorprende, como a María en Nazaret, como a cada uno de los discípulos que al momento dejaron las redes, se levantaron y lo siguieron. Aquí y ahora es donde Dios te llama, en este preciso instante. No le pongas excusas y condiciones, porque lo que viene de Dios siempre es bueno y aunque no lo veas venir y te pille de inproviso es lo mejor que te puede pasar. Déjate sorprender y di como María: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mi según tu Palabra” (Lc 1, 38).