Estamos necesitados de personas valientes que sean capaz de dar un paso al frente cuando las circunstancias lo piden, especialmente para cambiar y transformar el mundo en el que vivimos. Dicen que los que nunca hacen nada, nunca se equivocan. Es verdad que cambiar las cosas cuesta trabajo, mucho más cuando tienes que luchar contracorriente, superando multitud de adversidades. Cuando tienes las ideas claras y sabes lo que quieres, es verdad que puedes llegar más lejos. ¡Qué importante es la fidelidad a lo que uno cree cuando el viento arrecia con fuerza! Es ahí donde uno se curte de verdad y refuerzas tus ideales y lo que tú eres, sintiéndote más firme y fuerte en lo que crees y vives.
Si algo nos enseña Jesús en el Evangelio es precisamente a ser fiel y obediente a la misión que Dios le encomendó. Esto es lo que Jesús exige a los discípulos, que sean capaces de coger el arado y no mirar hacia atrás para ser dignos trabajadores del Reino de Dios (cf Lc 9,62). No podemos vivir del pasado, tenemos que testimoniar la alegría del presente y para ello es fundamental tener un corazón que vibre por lo que hacemos y vivimos cada día. Hay veces que a la menor dificultad bajamos los brazos y nos desilusionamos. Cuando las cosas no vienen como nos gusta es cuando más tenemos que perseverar en lo que creemos, porque así podremos cambiar la inercia de las cosas y revertir las situaciones a base de constancia y actitud en nuestro empeño.
Es fundamental creer en nuestras propias posibilidades. Es cierto que muchas veces nos vemos superados, pero la actitud interior con las que afrontamos las cosas nos ayuda a sobreponernos. No podemos bajar los brazos nunca porque ya la vida misma se encarga de bajárnoslos ella, por eso hemos de seguir creyendo en nuestros mismos aunque veamos imposible lo que nos proponemos. Con la ayuda del Señor seremos capaces de convertir en posible lo imposible, así lo dice el mismo Jesús:«Para Dios todo es posible» (Mt 19, 26). Con Él es con quien más tenemos que contar, así nunca estaremos perdidos. Verdaderamente Dios nos ama y siempre nos está mirando porque se encarga de cuidarnos. Nos trata como a hijos suyos y siempre permanece fiel a nuestro lado.
Dios nunca nos abandona. Somos nosotros quien le abandonamos a Él y encima luego le culpamos porque no le vemos ni escuchamos. Somos muy injustos con Él porque nos hemos vuelto especialistas en mirar siempre hacia fuera y ver antes los defectos de los demás antes que mirar dentro de nosotros mismos. Y lo mismo nos pasa con Dios: nos quejamos porque no lo percibimos con nuestros sentidos, y es cuando nos vemos abandonados, desesperanzados y tristes.
Hay veces que nos sentimos cansados, que el trabajo, los quehaceres cotidianos son tantos que nos vemos desbordados y superados. El cansancio físico y psíquico nos deteriora y hace que perdamos esa frescura espiritual que nos sumerge en la oscuridad de la fe, porque Dios desaparece y no tenemos tiempo para Él. Nos ofuscamos en nuestras cosas y al final nos desencantamos. Necesitamos pararnos, limpiar nuestro espíritu con una buena confesión y así poder encontrarnos con Él en la oración, en la Eucaristía y en los hermanos. Nos está esperando con los brazos abiertos y quiere decirnos al oído lo mucho que nos ama y lo contento que está de que estemos en sus brazos.
Ponte en las manos de Dios, para que sintiéndote abrazado por Él, tu corazón se llene de su amor y puedas sentirle vivo y presente en tu vida. Dios cree en ti y en todo lo que puedes hacer en su nombre. Vive la vida amando al estilo de Jesús.