Hay veces que nos creemos “superhombres”, capaces de todo, de conseguir lo que nos proponemos, de tirar hacia delante con todo lo que la vida nos va poniendo en nuestro camino, de poder con todo lo que “nos echen encima y más” sin la necesidad de nadie. Caemos con mucha facilidad en la tentación de la autosuficiencia, pensando que nosotros mismos podemos con todo y no necesitamos ningún tipo de ayuda de los demás. Terminamos guardándonos tanto en nuestro interior que al final terminamos desbordados, sobrepasados y con tantos sentimientos encontrados dentro de nuestro corazón, que terminamos reventando por donde menos esperamos y con quien menos se lo merece, haciendo pagar a quien muchas veces no tiene culpa, por nuestra incapacidad de centrarnos y hacer lo correcto en cada momento.
Desde que nacemos dependemos de los demás, si no fuera por ellos no habríamos sido capaces de sobrevivir a nuestros primeros años de vida. Esa dependencia que hemos necesitado, la seguimos teniendo también hoy en día, aunque de manera muy distinta. Necesitamos sentirnos amados, aceptados, valorados… constantemente, de ello depende gran parte de nuestra realización personal, ya que en los momentos de dificultad siempre agradecemos el apoyo de los más cercanos, que con su presencia nos llenan de calor y cariño para sobreponernos. En los otros no solo encontramos la ayuda, sino también el consuelo, ese hombro en el cual poder llorar o apoyarnos, para afrontar las situaciones y junto a los otros poder superarlas.
Guardarnos nuestros pensamientos, sentimientos, vivencias, temores, frustraciones… para nosotros solos, es sumergirnos en un pozo bastante hondo, del cual, en muchas ocasiones, resulta muy complicado salir por nosotros mismos. Necesitamos ayuda. Por muy reservados que podemos ser a la hora de compartir nuestros sentimientos, hemos de tener siempre a alguien con quien nos podamos sincerar y mostrarnos tal cual somos. Encerrarnos en nosotros mismos es condenarnos a un dolor mucho más profundo, porque cerramos cada vez más nuestro círculo y terminamos asfixiándonos. Nuestros problemas, preocupaciones, agobios, hemos de saber contárselos primero al Señor, porque al ponerlos en sus manos vamos enterrando así nuestras angustias y opresiones y descargando en Cristo todo el peso de nuestra vida que nos oprime. Para esto ha venido Jesús, para liberarnos, para descargar nuestra vida de todo problema y preocupación y así poder caminar con mayor libertad.
Dice el apóstol san Pablo: «Que el mismo Señor nuestro, Jesucristo, y Dios, nuestro Padre, que nos ha amado y nos ha regalado un consuelo eterno y una esperanza dichosa, consuele vuestros corazones y os dé fuerza para toda clase de palabras y obras buenas» (2 Tes 2, 16-17). Ante cualquier situación difícil que tengas acude al Señor, que Él sea tu mayor dependencia, tu mayor adicción. Has de ser adicto a Dios cada día para llenarte de Él y sentir cómo lo renueva todo en tu interior. Para sentir el consuelo de Dios has de estar muy cerca de Él y no ponerle ninguna traba a su campo de acción e influencia en tu vida. Hay veces que a Dios le ponemos muchas barreras para que ni actúe ni nos cambie. Si quieres encontrar el consuelo en tu vida, no juegues con Dios. Déjate hacer por Dios cuanto antes, para que sientas cómo la paz te envuelve y cómo todo en tu interior cambia; hasta tu mente deja de rebelarse y de pronto, sin saber cómo, sientes una gran calma en tu interior y el sufrimiento comienza a desaparecer. No por ti ni por tus méritos, sino porque has dado cancha libre al Señor y Él ha entrado de lleno en tu vida y ha hecho lo que mejor sabe: Llenar de amor y paz tu corazón. Entonces el Evangelio comenzará a fluir por tu vida, porque tienes a Dios dentro de ti. ¡Déjalo entrar y no dejes que se vaya de tu lado! Es el mayor tesoro.Y verás que todo cobra sentido, porque tus palabras se verán refrendadas por tus actos y viceversa. Dios es consuelo y nunca falla. Ponte en sus manos.