Todos conocemos personas que simplemente con su presencia dan seguridad y tranquilidad. Algo que necesitamos cuando estamos llevando a cabo alguna empresa, ya sea grande o pequeña. Estas personas hacen que todo a su alrededor esté más tranquilo y sereno, pues dan un grado de confianza y seguridad que está al alcance de muy pocos. Son necesarias en todos los ámbitos de la vida, pues sabes que cuando están, trabajas y actúas con la seguridad de saber que ante cualquier dificultad que se te pueda presentar tendrás la ayuda, el consejo, la solución que necesitas y esas palabras de ánimo que te hacen levantarte de nuevo y seguir caminando. Quizás sea porque te descargan de responsabilidad, quizás porque tengan autoridad moral sobre ti y sabes que ante la dificultad no van a dudar en ayudarte en lo que necesites, quizás porque con la experiencia de vida que tienen te darán buenos consejos… el caso es que teniéndolos a tu lado todo es mucho mejor.
Por norma estas personas son siempre prudentes y saben estar en su sitio dejando que cada uno saque lo mejor de sí y se desenvuelva con todas sus capacidades. Sus palabras son siempre escuchadas cuando hablan, pues no buscan su beneficio personal, sino que todo salga de la mejor manera posible, porque lo importante es potenciar al otro, vivir en esa actitud de servicio hacia los demás, guardando silencio en la acción y corrigiendo desde la prudencia y el amor para ayudar a crecer a los demás. Para nada son personas soberbias, sino humildes y sencillas que tienen el don de calmar y serenar. No buscan nunca el reconocimiento, sino que el evangelio se pueda seguir haciendo realidad en cada rincón de su entorno, porque tienen claro que al único que hay que honrar y alabar es al Señor que todo lo sabe y todo lo recompensa, porque cuando se trata del Evangelio hay que saber que lo importante es que se pone en práctica y no quién lo pone en práctica, pues ya se encarga el Señor de que lo sembrado de fruto abundante. Hay veces que los hombres empañamos nuestras acciones cuando buscamos reconocimientos, halagos, palmaditas en la espalda.
Jesús lo dice en el Evangelio: «Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado; el que esté dispuesto a hacer la voluntad de Dios podrá apreciar si mi doctrina viene de Dios o si hablo en mi nombre. Quien habla en su propio nombre busca su propia gloria; en cambio, el que busca la gloria del que lo ha enviado, ese es veraz y en él no hay injusticia» (Jn 7, 16-18). El mismo Jesús no busca ningún reconocimiento, ningún halago, sólo dar a conocer la voluntad de Dios, la misión para la que ha sido enviado. Jesús quiere que se de gloria a Dios, lo dice constantemente cuando alza la mirada al cielo antes de hacer un milagro. Cristo siempre habla en el nombre del Padre para que sea glorificado; como los discípulos hablan en el nombre de Jesucristo cuando comienzan a predicar el Evangelio después de Pentecostés.
Y la pregunta es: “¿En nombre de quién hablas tú?” Que sea siempre en el nombre del Señor, para que tu vida sea un continuo testimonio compartiendo tu fe con los que te rodean, sin desentenderte del Evangelio y mimando tu vida espiritual como el mayor tesoro que Dios ha puesto en sus manos. Sé referencia en tu entorno por cómo vives y buscas siempre el bien de los demás. Que Cristo sea el centro de tu vida, que el Evangelio sea tu norma de vida para que con tu testimonio anuncies el Reino de Dios como lo hizo Cristo y los apóstoles: dando la vida sin esperar nada a cambio. Todas aquellas personas que dan seguridad a los demás lo son porque viven con coherencia, poniendo en práctica todo aquello que creen, sirviendo a los demás sin buscar reconocimiento, compartiendo su experiencia de fe en todo momento, sin avergonzarse de ser cristiano ni de hablar de algo que no está tan de moda en nuestra sociedad: Dios. Quien comparte su fe, habla de Dios desde el corazón. Sé prudente respetando los procesos personales de cada uno, llevando siempre a la verdad desde la sencillez y tu testimonio personal, para que contagies a Dios a través de lo cotidiano, con constancia y perseverancia. Quien tiene a Dios nada teme, está seguro porque «ha cimentado su casa sobre roca» (Mt 7, 25). Que Dios sea tu verdadera y única seguridad siempre.