Sabemos de la dificultad que nos supone vivir nuestra fe de una manera coherente y permanecer fieles en la oración con perseverancia y dedicación. No dejarse llevar por el activismo y por los quehaceres cotidianos resulta complicado, porque son muchos los frentes que tenemos abiertos, que ocupan nuestro tiempo y también nuestra mente y que nos impiden pararnos para encontrarnos con Dios cada día, ante el ritmo frenético de vida que llevamos. Cuidar nuestra espiritualidad en los tiempos que corren es fundamental. No podemos descuidarnos porque rápidamente el mundo nos absorbe y nos somete a su voluntad y frialdad, y cada día que pasamos sin orar y contemplar el rostro de Dios, más daño nos estamos haciendo en nuestro interior, sin darnos cuenta, porque nos vamos alejando de Dios y vamos perdiendo esa frescura espiritual que necesitamos para darnos cuenta de lo necesario que es estar con Dios.
La vida, las tareas, el tiempo libre que tenemos… ocupa la gran mayoría de nuestras energías y sin darnos cuenta vamos descuidando nuestra fe. Tenemos clara la teoría, pero nos justificamos con todo lo que tenemos que hacer, para explicar así el, poco tiempo que empleamos día a día a encontrarnos con Dios. Sabemos que tenemos que pararnos más y vivir con más autenticidad nuestra vida de fe y de oración, pero al final los quehaceres pueden con nosotros y dejamos a Dios de lado. Ante las enseñanzas que hemos recibido desde pequeños, las experiencias que hemos tenido cada uno y la madurez que hemos ido adquiriendo con el paso del tiempo, hemos ido interiorizando la síntesis de la fe y cerciorándonos de las armas que tenemos a nuestra disposición para conservarla: la oración, la práctica de los sacramentos, la lectura espiritual, la lectio divina…; estas armas nos permiten vivir la fe auténticamente, y mantenernos fieles al Señor, como verdaderos discípulos suyos.
La tentación de abandonarnos y de dejar a Dios de lado, no porque lo queramos, sino por la forma de vida que tenemos, siempre va a estar presente. Esto hace que nos despistemos y que el mundo y la carne terminen seduciéndonos de tal manera que caigamos en sus garras, nos acomodemos y vayamos viviendo nuestras vidas sobreviviendo y con un estado importante de insatisfacción interior. Así se lo dice el apóstol san Pablo a los Gálatas: «¿Quién os ha fascinado a vosotros, a cuyos ojos se presentó Cristo crucificado? Solo quiero que me contestéis a esto: ¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley o por haber escuchado con fe? ¿Tan insensatos sois? ¿Empezasteis por el Espíritu para terminar con la carne? ¿Habéis vivido en vano tantas experiencias? Y si fuera en vano… Vamos a ver: el que os concede el Espíritu y obra prodigios entre vosotros, ¿lo hace por las obras de la ley o por haber escuchado la fe?» (Gal 3, 1-5). Siempre vamos a tener la tentación de fascinarnos por otras luces, otras realidades que el mundo nos presenta y que parecen más apetecibles que la Cruz de Cristo. Las seguimos y las hacemos parte de nuestras vidas, para darnos cuenta de que no merecen la pena, porque sus frutos nos llenan de insatisfacción e infelicidad, muy distinto a lo que vivimos cuando estamos con Dios.
Déjate llevar por el Espíritu de Dios, para que tu fe sea cada vez más fuerte; para que estés cada día más libre para dejarte llevar por el Soplo de Dios allá donde Él te sugiera y para que te fíes de Dios. Pues si Dios te ha traído hasta donde estás, ha sido por algo. Él bien sabe lo que se hace. Confía en Él y no hagas preguntas. Por encima de la voluntad de los hombres está la voluntad de Dios. Los hombres nos equivocamos, Dios nunca se equivoca. Para Él no hay nada imposible.