Muchas son las ocasiones en las que nos encontramos entre la espada y la pared. Incluso llega a parecer que no vemos ninguna salida por ningún lado vayamos por donde vayamos. La vida nos va poniendo pruebas en el camino que de alguna manera miden nuestra fe y la confianza que tenemos en Dios. Siempre en los momentos de dificultad y de incertidumbre tenemos la duda que nos martiriza y que hace que vayamos desconfiando de todo.
Si hay una manera de que nuestra fe crezca es con las dificultades, con esos momentos que no deseamos y que humanamente queremos que pasen rápidos, porque nos vemos en esa encrucijada de tener que elegir entre fiarnos de Dios y mantenernos firmes en nuestra postura o abandonarlo y dejarnos llevar por nuestros sentimientos y esquemas.
En estos casos yo me digo a mi mismo que si Dios me ha traído hasta aquí por algo será, y personalmente me reconforta mucho el saber que Dios nunca me va a abandonar; y me hace dar ese salto al vacío donde me pongo en sus manos y le digo que se haga su voluntad. Bien es cierto que no faltan los momentos de tentación en los que la duda te viene y te inquieta y constantemente hay que agarrarse fuertemente a la fe para decirle al Señor: “Confío en ti, sé que no me abandonarás”.
Es una vivencia bastante frecuente en los creyentes, pues cuando nos encontramos entre la espada y la pared, es cuando tiene que salir la fe en nuestra ayuda para que no perdamos la paz ni la quietud de nuestro espíritu. Es cierto que las dificultades que se nos plantean las vemos muy cuesta arriba, sobre todo cuando estamos abajo, al comienzo de la cuesta, y también es cierto que cuando desde la fe superamos esos momentos de angustia y nos cercioramos bien de que hemos pasado ese duro trago, miramos un poco para atrás, respiramos y decimos: “¡Gracias Señor por haberme mantenido en ti!”.
Nos dice el apóstol San Pedro: «Es preciso padecer un poco en pruebas diversas; así la autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se aquilata a fuego, merecerá premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo; sin haberlo visto lo amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en él y así os alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe: la salvación de vuestras almas» (1 Pe 1, 6-9). Bien sabemos que el mundo en el que vivimos es un valle de lágrimas donde padecemos pruebas diversas, de todo tipo e índole; algunas más fuertes y otras menos. Estas pruebas nos sirven para probar nuestra fe, paciencia y perseverancia a través del sufrimiento.
Confía en Jesús que estos momentos en los que te encuentras entre la espada y la pared, te muestra su fidelidad. Él siempre está a tu lado para darte consuelo, esperanza y fortaleza. Por eso quiere constantemente renovar nuestra fe, para que sea indestructible, y por eso la quiere purificar como el oro, en las situaciones de tu vida, para que tenga mucho más valor y puedas salir más fortalecido y reconfortado. Piensa que una fe que no cuesta nada, no puede valer nada, siempre hay que pagar el precio de la confianza y del abandono en las manos de Dios incluso cuando ves que tu propia vida se te escapa de las manos. Y esto trae una recompensa, que en el momento de obsesión y dificultad parece más difícil de ver. Ten claro que Dios sabe lo que se hace y lo que quiere es que tu fe tenga muchísimo más valor para ti, para que la cuides más y la tengas como el mayor tesoro que Él te ha dado en tu vida. Porque es un tesoro que te servirá como garantía ante las dificultades y entonces desaparecerán tus miedos, te fiarás de Dios y seguro que Dios te premiará con su gloria, porque disfrutarás mucho más de los anticipos del cielo que nos ha dejado en la Iglesia: la Eucaristía, la oración, la confesión, dar la vida por los demás, ser testigo de su amor y resurrección para quienes te rodean… Así tu corazón no temblará y dirás: «Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza; Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador» (Sal 18, 2-3).