Somos de barro y frágiles. Por muy invencibles, fuertes y autosuficientes que en ocasiones nos creamos, no somos nada. “Polvo eres y en polvo te convertirás”, nos decían el Miércoles de Ceniza, para recordarnos nuestra vulnerabilidad. Esta se hace efectiva en nuestras limitaciones diarias y en nuestra incapacidad de ver más allá de nosotros mismos en multitud de ocasiones. Es importante tomar conciencia de nuestra vulnerabilidad para que la necesidad de Dios sea efectiva en nuestra vida. No todo vale, y es cierto que, en ocasiones, cuando nos relajamos nos resulta muy fácil dejarnos llevar, alejarnos de Él y sufrir un grave prejuicio en nuestra vida. Reconocer mi incapacidad es dar un gran paso de humildad que nos predispone para que nuestra conversión sea auténtica y con efecto inmediato. Porque no podemos posponer nuestro cambio constantemente. No podemos dar largas al Señor, al Dios de la vida, que está siempre pendiente de ayudarnos y regalarnos la felicidad en lo que vivimos y realizamos.
La misericordia y la compasión de Dios son necesarias para encontrar la paz. A veces cuesta trabajo reconocer la fragilidad y la inconstancia, llenando nuestra vida de contradicción y vergüenza, porque la inclinación al mal que tenemos nos hace sacar lo peor que hay en nuestro corazón, sobre todo cuando nos cegamos con alguna situación o persona. Jesús quiere que hagamos el bien, aunque en nuestro conflicto interno cueste renunciar a hacer lo correcto y dejarnos llevar por lo que es negativo. La falta de oración nos va engrandeciendo hasta convertirnos en el centro de todo y a un precio muy alto: empobrecer y empequeñecer al Señor, considerando que somos autosuficientes y capaces de todo. Solo cuando nos vemos hundidos, en lo más hondo y oscuro de nuestro pozo y no podemos más es cuando explotamos y nos empezamos a dar cuenta que así no podemos seguir. ¿Por qué esperar a ese momento para reaccionar? Parece que hasta que no tocamos fondo no reaccionamos ni nos plantamos cambiar de vida.
Fortalecer la vida de fe es fundamental. Ya sabemos lo que da de si la vida y hasta dónde podemos llegar, porque conocemos, por nosotros y quienes nos rodean, el sufrimiento, la depresión, el desánimo, la desesperación, la impotencia…; y confiar en nuestras solas fuerzas y capacidades nos limita mucho nuestro recorrido, porque la vida del hombre es la que es y mucho más cuando apartamos al Señor de nuestra vida. El vacío de Dios es un gran drama, porque además nos insensibiliza a lo trascendente y endurece nuestro corazón; nos ciega y embota la mente, tanto que solo nos hace pensar en lo nuestro, ¿y merece la pena? ¿Tantos esfuerzos y energías empleadas para lo nuestro para qué? Jesús llama al amor, a dar la vida, a renunciar a uno mismo no para dar fruto en abundancia (cf Jn 10, 10). Es la ley del amor, el nuevo mandamiento del amor que Jesús nos ha dado para que lo hagamos realidad desde la Última Cena (cf Jn 13, 34).
Con el Amor de Dios seremos capaces de hacer nuestro barro mucho más fuerte; nuestras fragilidades puedan aguantarán, no se romperán con tanta facilidad porque con la ayuda de Jesús iremos poco a poco transformando nuestro barro en esa roca firme en la que el Señor nos pide cimentar y construir nuestra fe y nuestra vida (cf Mt 7, 21-29). Si quieres marcar la diferencia, como discípulo de Jesús, deja que tu vida y tu fe estén unidas a la voluntad de Dios, para que así puedas ser luz allá donde te encuentres y puedas ayudar a quienes te rodean a encontrarse cara a cara, de corazón a corazón con el Señor. Y te darás cuenta de que este esfuerzo, que tu camino de conversión ha dado fruto, porque has ayudado a otros a encontrarse con el Señor. Como un discípulo, porque eres discípulo y Jesús confía en ti. Eres barro y Jesús te quiere roca. ¿Aceptas?