Compartir lo poco o mucho que tengas; entregarte a los demás a pesar de tu cansancio; trabajar a largo plazo viendo los frutos de manera muy lenta; luchar contra las adversidades del entorno e incluso de personas que no ven con la misma claridad que tú aquello que crees, porque no lo comparten; tener que dar multitud de explicaciones pacientes, para que un mayor número de personas participen de tu proyecto; seguir viendo que los resultados no van con la misma rapidez con la que piensas y te imaginas el desarrollo de los acontecimientos; renovar las esperanzas a pesar de que el esfuerzo empleado te ha desgastado más de lo que te gustaría; retomar el camino donde lo dejaste renovado de ilusiones y proyectos a pesar de que sabes que luchas contra elementos más fuertes que tú mismo… son de verdad situaciones que te hacen mucho más fuerte y te ayudan a madurar, a mirar la vida desde otra perspectiva y sobre todo confiando en Dios que es quien debe mover los hilos de tu vida.
Si algo tengo claro es que hay que luchar hasta la extenuación por lo que uno cree. Cierto es que a veces la convivencia se llega a hacer muy dura y difícil, pero eso no puede apagar tu fe a pesar del desgaste al que te puedes ver sometido. Es ahí donde hay que agarrarse más fuertemente al Señor que todo lo sabe y te da en cada momento lo que más necesitas. No dejes de confiar nunca en el Señor, por muy quemado que estés o por muy solo que te puedas encontrar. Las diferencias no las hace el Señor, las hacemos los hombres cuando empezamos a dar más importancia a unos que a otros; cuando somos altaneros y nos creemos más que los demás; cuando catalogamos a los otros por su posición económica o por los títulos que tienen; cuando juzgamos a los demás sin mirar al corazón; cuando utilizamos a las personas para nuestro propio beneficio sin pararnos a pensar un momento en cómo se pueden llegar a sentir. Todo esto habla de nuestro grado de sensibilidad y de la delicadeza y corazón que ponemos en nuestras relaciones interpersonales.
El apóstol San Pedro nos lo dice: «La autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se aquilata a fuego, merecerá premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo; sin haberlo visto lo amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en él y así os alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe: la salvación de vuestras almas» (1 Pe 1, 7-9). Nuestra fe es preciosa y se tiene que purificar, a través del fuego de las pruebas de la vida, pues bien se encargan de que vayamos limando esas asperezas que tenemos a través de nuestros límites, muriendo poco a poco a nuestro orgullo, soberbia, autosuficiencia… y haciéndonos más humildes, sencillos y fuertes ante la adversidad. Somos temporales y pasamos por la vida, pero pasemos haciendo el bien, amando y teniendo siempre rectitud de intención en cada una de las empresas que acometamos. De todo se sirve el Señor para llevarnos hacia Él, pues somos lo que más ama y quiere; somos sus hijos, y como tales así nos trata y nos cuida. La fe nos hace creer que con Jesús todo lo podemos, pues “lo amamos sin haberlo visto” y lo reconocemos presente en la Eucaristía y en el Sagrario, “creyendo en Él y alegrándonos” por tanto bueno que nos regala cada día. Por eso comparte sin miedo y persevera sin rendirte, porque quien se pone en las manos de Dios y permanece fiel cada día y constante al final termina encontrando su fruto, pues Dios no defrauda y siempre atiende a sus hijos. Y tú eres su hijo, ¡créetelo y vívelo!