¡Cuántas veces siendo pequeños nos han corregido diciendo que lo hacían por nuestro bien! En su momento no nos gustó que nos corrigieran, hasta pensábamos que las personas que lo hacían estaban en contra nuestra. Con el paso del tiempo y la experiencia acumulada nos hemos ido dando cuenta que tenían mucha razón y que nos aconsejaban por nuestro propio bien. ¡Cómo hemos agradecido lo que han hecho por nosotros y la paciencia que han tenido en nuestra educación y formación como personas!
Con el paso de los años nos hemos formado y hemos volado haciendo nuestra vida, forjándonos nuestro futuro. Hemos tomado nuestras propias decisiones, algunas más costosas que otras y tenemos nuestra forma de ver la vida, que se ha ido definiendo con las experiencias vividas. Tenemos nuestras propias ideas y criterios a la hora de juzgar. Y a muchos de nosotros no nos gusta que nos digan lo que tenemos que hacer ni que nos corrijan llamándonos la atención. Son muy importantes las formas y los modos con que nos dicen las cosas y también cuando nos toca a nosotros decirlas. Aceptar esta situación es un verdadero acto de humildad que nos ayuda a mejorar y a perfeccionarnos más cada día. En el Evangelio Jesús lo llama corrección fraterna.
«Si tu hermano peca contra ti, repréndelo estando los dos a solas. Si te hace caso, has salvado a hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano» (Mt 18, 15-17).
Jesús nos muestra un camino para ayudarnos a crecer. Que se traduce en tres pasos: hablar primero personalmente, luego con otra persona o dos más si fuese necesario, y por último con la comunidad. Toda una declaración de intenciones para buscar siempre ayudar a la persona a darse cuenta de lo que ha hecho. Que por lo menos esté ahí nuestra intención para ayudar a liberarnos todos de la ira o del resentimiento, que no nos benefician en nada, sino que terminan llenando de amargura y dolor el corazón. La verdad que es triste que entre los creyentes nos llevemos mal.
Entre muchos de los ámbitos a los que nos tiene que ayudar la vida de ascesis, es a mostrarnos siempre bien dispuestos a encontrarnos con quien o quienes nos podemos encontrar resentidos. Para ello es fundamental la humildad, la prudencia, la delicadeza, la ternura y el amor que debemos poner y transmitir para solucionar el conflicto. Debemos liberarnos de la ira o del resentimiento que podemos tener en nuestro interior, porque sino terminará quitándonos la paz, ahogando nuestra propia fe, pues no terminaremos de estar totalmente tranquilos y en paz si no somos capaces de superar este gran obstáculo.
Nuestro corazón, por muy fuerte que le creamos, termina endureciéndose, es muy vulnerable y sobre todo cuando el sentimiento de culpa aflora, aunque seamos los agraviados, porque habremos tenido una oportunidad para el diálogo, la aclaración y la reconciliación y la habremos dejado pasar. No dejes pasar por alto estas oportunidades. No dejes que el orgullo o la soberbia te puedan, harán que la herida se prolongue en el tiempo y el perdón no se dé en tu vida. La paz interior tiene un camino y es el de saber morir a ti mismo y pasar por la puerta estrecha (Mt 7, 13). Y si el otro no quiere, que al menos en ti esté el que hayas hecho todo lo que estaba en tu mano. A veces es difícil de poner en práctica pero la recompensa en infinita. Es por tu bien.