Huellas en el corazón son las que dejan las personas que pasan por nuestra vida. Huellas profundas, imborrables, llenas de multitud de vivencias y experiencias compartidas desde lo más profundo de nuestro ser. Así es el corazón del ser humano: débil y fuerte a la vez. Débil porque sufre la pérdida de los que ama, los fracasos de la vida, las rupturas de amor y de amistad, las amarguras de los sueños no cumplidos; y fuerte porque es capaz de sobreponerse y de seguir afrontando el mañana, cueste lo que cueste, a pesar de todo.
Hay huellas que son más especiales que otras, más profundas, más entrañables. Esas huellas son las que tenemos bien marcadas en nuestros recuerdos por lo que han significado. Sabemos lo necesarias que son, por lo que expresan, porque hasta incluso los recuerdos los hemos convertido en sacramentos de la vida. Son vivencias tan especiales, que al traerlas al presente en nuestra mente o al hablar de ellas se vuelven igual de intensas y emocionantes por lo que han significado.
Las huellas en el corazón no pueden anclarnos en el pasado, pues corremos el riesgo de anclarnos en él y perder la oportunidad de vivir el día a día. El dolor y el sufrimiento, a pesar de la dureza, no deben nublar nuestro presente. Porque es en el presente donde superamos las dificultades, no en el futuro. Es aquí y ahora donde hemos de dejar que la gran huella que Dios ha puesto en nuestro corazón desde el momento de nuestro bautizo ha de ser pisada en todo momento por las personas que amamos y se cruzan en nuestra vida. Así las relaciones humanas serán más auténticas, porque ponemos a Dios en lo más sagrado que tenemos los seres humanos: nuestro corazón.
Dios nos ha dado el corazón para que amemos y llenemos nuestro camino de vida. El pasado nos marca el presente y puede condicionarnos el futuro si solo lo vivimos humanamente. Si lo vivimos desde la fe todo lo que pongamos en las manos del Señor será distinto porque Dios todo lo transforma: «Los valles serán rellenados, los montes y colinas serán rebajados; lo torcido será enderezado, lo escabroso será camino llano» (Lc 3, 5). Como Dios no abandona, lo que en nuestra vida hayamos podido realizar mal, Él lo transformará si lo ponemos en sus manos y dejamos que el Señor haga las cosas a su manera. Así es como Dios actúa. No defrauda a nadie. Por eso la huella de Dios es imborrable en nuestros corazones, porque cuando Dios nos toca nos deja bien marcados. Y nos dice que hagamos nosotros lo mismo.
Es la llamada a dejar huellas en el corazón de quienes nos rodean. Amando sin medida, dándolo todo como Cristo nos enseña desde la cruz. De ahí es de donde nacen las huellas que los demás nos dejan: por ese amor gratuito ofrecido y regalado. Quien ama de verdad, deja huellas en el corazón y éstas son las que quedan bien marcadas y no se borran nunca por mucho que pase el tiempo. Siempre están frescas, como si se acabaran de producir, recientes, porque en nuestra oración las ponemos en la presencia del Señor, y al rezar por sus autores, a los que llevamos muy dentro, los traemos siempre al presente. Orar al Señor por ellos no es solo un gesto de bondad, un acto de comunión, de unidad perfecta, porque Dios hace que todo sea así: perfecto, lleno de vida y amor.
Necesitamos las huellas en el corazón para ser más humanos y a la vez más de Dios, porque la verdadera plenitud y felicidad la encontramos al seguir los pasos de Cristo, sus huellas, presentes en todo lo que nos rodea. Ama a todos, practica la misericordia para que todo lo que hagas como instrumento de Dios deje huellas en el corazón de los otros.