Hace años me emocionaba en el Santuario de Nuestra Señora de Lourdes al ver a un matrimonio anciano rezar el rosario delante de la gruta de la Virgen. Ella estaba en silla de ruedas, y el sentado en el banco, detrás de ella. Rezaban susurrándose al oído los misterios del Santo Rosario. Ahí, en ese momento, di gracias a María por el testimonio de fe que me estaban dando.
Me alegra mucho ver la calle a matrimonios mayores, y cuando digo mayores, de más de sesenta y cinco años, caminando juntos cogidos de la mano. Todavía los hay, y me parece una escena preciosa, pues es el reflejo de un amor madurado y curtido por la experiencia de la vida; no exento de dificultades y superados por el amor cuidado y cultivado con el paso del tiempo.
Darse de la mano y dar la mano es contar siempre con el otro a pesar de las diferencias. Las diferencias no están hechas para separarnos, sino para complementarnos. Creo que es una reflexión que nos tenemos que hacer todos, para dejar el mundo mucho mejor del que nos hemos encontrado, por mucho trabajo que creamos que cueste. Tenemos que darnos la mano y compartir proyectos de vida, pensando más en lo que nos une que en lo que nos separa. Por desgracia, en mi humilde opinión, parece que nos hemos acostumbrado a escuchar el ruido que hace el mal en nuestro mundo y hemos perdido de vista, en ocasiones, que es mucho más el bien que realizamos.
Echemos una mirada a cada una de nuestras familias. Seguro que estaremos de acuerdo que a pesar de las dificultades de la convivencia es más el amor que entregamos a cada uno de sus miembros, que el mal que les hacemos. Nos preocupamos de que a los que amamos no les pase nada. Compartimos la mesa, como Jesús en el Evangelio, compartiendo la vida misma: vivencias, encuentros, dificultades, proyectos… siendo conscientes de que estamos bebiendo el mismo cáliz con quien tenemos al lado. Esto mismo hizo Jesús con los apóstoles, pues beber del mismo cáliz significa correr la misma suerte, compartir el mismo proyecto.
Por eso merece, y mucho, la pena darse la mano, porque es el canto que hacemos al mundo, al complementarnos y construir juntos; avanzar en el camino, a pesar de las dificultades y siendo conscientes de que aunque no vamos al ritmo que nos gustaría, pues solos vamos más rápido, lo hacemos con los demás, aportando lo que somos y sabemos, dando pasos más lentos, pero a la vez, más firmes y seguros.
Esto hizo Jesús, eligió a los Doce y los fue enseñando, acompañando, guiando. Y los Doce, a pesar de sus primeras torpezas fueron poco a poco compenetrándose: «El grupo de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma: nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía, pues lo poseían todo en común» (Hch 4, 32). Así llegaron a compartir un proyecto común dando la vida juntos de la mano.
Tiempo de romper siempre hay, centrémonos en lo esencial y en lo que merece la pena: es mejor caminar juntos, codo con codo, sabiendo que aunque el ritmo puede ser más lento, de la mano todo es posible. Unidos en el corazón y en los ideales. Así somos luz para los demás y nos hacemos fuertes ante la adversidad. Juntos de la mano.