El Señor Jesús nos invita a la calma y a la serenidad. En las últimas semanas antes de morir en la cruz se mantuvo en paz y tranquilidad, sabiendo que tenía que cumplir la misión que Dios Padre le había encomendado. Para eso todas las mañanas, antes de que saliese el sol, se iba a orar a la montaña, Él solo, para tener ese momento tan necesario de encuentro con el Señor. Dios es quien nos llena con su presencia; ésta es necesaria para el día a día, que trae también sus propios agobios, y que van llenando nuestra vida de alegrías y sinsabores. Hemos de encajar con rapidez cada vivencia, para que nuestra vida espiritual no se vea afectada por tantos sentimientos encontrados que experimentamos y vivimos cada día. Todo suma, tanto para bien como para mal. Si en la oración no descansamos en el Señor, siempre estaremos cansados, abatidos, sintiendo especialmente el vacío que va inundando nuestra alma, porque se va desgastando con el paso del tiempo y la acumulación de vivencias. Somos conscientes de la importancia de pararse, de llenarse nuevamente de Dios, de renovar nuestras esperanzas en Él, porque si no al final, nuestra vida deja de tener sentido y nos vemos envuelto en un círculo vicioso nada saludable para nuestra interioridad.
Jesús siempre buscaba el encuentro con el Padre, porque tenía que llenarse de Él, puesto que también tenía momentos de enfrentamiento con los fariseos, la alegría de sanar enfermos y predicar la Palabra de Dios; conocía los pensamientos de quienes le enjuiciaban por lo que transmitía; sintió la decepción de ver cómo los que le seguían, abandonaban por la exigencia del Evangelio; convivía con la falta de fe de los discípulos que no entendían lo que decía, que luchaban entre ellos por ver quien era el primero y más importante… Todas estas situaciones que llevan a vivencias humanas, algunas agradables y otras no, necesitan constantemente de la acción de Dios para que la tristeza y la manera de ser del propio hombre, no empañen nuestra vida espiritual. Jesús ponía ante el Padre todo lo vivido y en esa unión de íntima expresaba la verdadera comunión de amor, donde todo se renovaba y recobraba el auténtico sentido. Estamos llamados a vivir en Dios siempre y no podemos descuidarnos, porque sabemos que así nos alejamos de Él y nos cerramos a la conversión.
Deja que la Palabra de Dios resuene en tu interior. Estos días de Semana Santa son intensos, pasan rápidos y los ecos de la Palabra necesitan su tiempo para ser interiorizados. Dice Jesús: «Que no se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mi» (Jn 14, 1). Ante tantas vivencias, encuentros y desencuentros, ante el ritmo tan frenético de vida nuestro corazón se turba. Cristo te está esperando con los brazos bien abiertos para abrazarte y amarte. Abandónate en Dios, cree en Él y deja que actúe para que experimentes la verdadera alegría del Espíritu. Deja que el Señor te ayude a crecer en alegría y felicidad, compartiendo lo que eres y lo que tienes. Vivir en alegría es un regalo, un don que el Señor te hace. Para eso saborea cada momento de tu vida, vívelo con Cristo para que sientas la alegría del amor de Dios y de todo el bien que puedes hacer a los demás. Esta es la llamada continua de Jesús y la invitación del apóstol san Pablo: «Alegraos siempre en el Señor» (Flp 4, 4). Vivir es una alegría, contemplar lo que nos rodea, ver la acción de Dios en la vida de las personas, trabajar, amar con sinceridad a los demás… son motivos más que suficientes para disfrutar de Jesús, que es la fuente de la verdadera alegría.
Que Jesús te ayude a dar el justo valor a lo que acontece en tu vida, sin dramatismos, sin exageraciones, sin agobiarse. A veces parece imposible afrontar así los momentos, especialmente cuando te ves sumergido en medio de las dificultades. El único que te puede sacar adelante es el Señor, quien te rescata, viene a tu encuentro, reanima tu corazón, te abre la mente y te da una mirada nueva. Solemos ofuscarnos, bloquearnos y centrar todo nuestro pensamiento en el problema, con lo que nos embotamos y perdemos la paz y la calma. Abandónate en las manos de Dios, fortalece tu fe para saber ponerte en su presencia y que puedas decir: «Mi corazón no tiembla» (Sal 27, 3). Dios es tu seguridad y tu refugio, no lo olvides.