En cuantas ocasiones nos vemos sorprendidos y sobrepasados por las situaciones. Como si nos encontráramos al borde de un precipicio donde solo hay peligro y vacío ante nosotros. La angustia y el desconcierto hacen mella en nuestro interior porque todo ha cambiado repentinamente. La cabeza no deja de dar vueltas y surgen multitud de preguntas que se quedan sin respuesta en nuestro interior. Esa sensación de frío que invade tu interior te hace creer cómo todo se desvanece bajo tus pies sin saber cómo actuar ni qué decir porque todo es distinto.
En los momentos de mi vida en los que me he sentido así me he quedado sorprendido con mi reacción. Humanamente, al principio, son desconcierto y nervios, luego con el paso de las horas, y a veces de los días, es tomar conciencia de la situación e intentar mantener la calma, siendo consciente de que en caliente no es bueno tomar decisiones. Es difícil no precipitarse, porque la mente piensa muy rápido, aunque tengo que confesar que la fe me ha ayudado a afrontar estos momentos. No pretendo ser ejemplo para nadie, simplemente compartir.
La vida nos cambia a todos, hay cambios que elegimos y otros que nos vienen solos. Algunos son para mejor y otros no. Cuando cultivamos nuestra vida de fe y permanecemos a su lado la comunicación con Dios es mucho más fluida, le sentimos más cercano. Él siempre nos cuida, nunca nos abandona. En los momentos difíciles que tenemos que vivir, al principio surge el bloqueo humano y la desazón, pero cuando somos capaces de ponernos en sus manos, recobrar la calma y confiar, el Señor no defrauda.
Todo esto lleva un proceso, porque hay situaciones que no se resuelven en el momento, necesitan su tiempo, ¡es ahí donde tenemos que saber confiar!, dejando que la oración haga su trabajo en nuestro interior, y que en los momentos de angustia no se nos nuble la vista ni la mente para no dejar de abandonarnos en sus manos.
Cuando todo pasa y vuelve la calma es cuando me he dado cuenta de que el Señor ha estado ahí sosteniéndome, porque por la intensidad con la que he vivido mis dificultades no he sido consciente de que siempre ha estado conmigo. Los nervios, la desesperación, la impotencia… que he sentido en esos momentos son naturales, y es donde mi voluntad y mi fe han intentado hacerse fuertes para sostenerme y ayudarme a salir adelante. No me he sentido abandonado porque el Señor no me ha dejado solo en la barca en medio de la tempestad: «Se puso en pie, increpó al viento y al mar y vino una gran calma» (Mc 4, 39).
¡Gracias Señor por cuidarme y calmar mis tempestades!
Gracias porque cuando miro atrás veo cómo me has ido guiando y salvando de los peligros que me acechaban.
Gracias, porque incluso cuando no me daba cuenta, me has protegido y guiado.
Gracias por sentirme mimado por ti.