Toda una vida entregada merece su reconocimiento. Las personas que lo han dado todo merecen un agradecimiento por parte de la sociedad, ya que, directa o indirectamente, hemos recibido nuestra parte de herencia gracias a los beneficios que en su momento aportaron su productividad y eficacia, siendo totalmente conscientes de que lo que hoy tenemos es fruto de lo que ellos lucharon. Lo lleva avisando y denunciando el Papa Francisco desde que comenzó su Pontificado: la sociedad de hoy en día está tan pendiente de la productividad y vive con tanta rapidez, que todo lo que suene a mayor, antiguo y anciano, automáticamente y por norma lo descarta. Esta es la dictadura de la cultura del descarte en la que nos hemos sumergido. Las prisas con las que vivimos han hecho de nosotros seres impacientes, incapaces de mirar con calma la vida, de pararnos para cultivar nuestra interioridad, porque la postmodernidad nos ha sumergido en el mundo de la inmediatez y de la efectiva productividad. Hemos perdido esa capacidad de contemplar la vida y la hemos sustituido por la deshumanización del hombre a través del rendimiento y eficiencia económica y productiva: tanto aportas, tanto vales.
Las personas no somos un juego de cartas, donde echamos fuera las que no nos casan con la mano ganadora y nos quedamos con los triunfos, que son los que suman de verdad al final de la partida. Hemos de retomar esta capacidad de poner al hombre en el centro y de valorar mucho la multitud de testimonios que tenemos en nuestro entorno, fruto de la experiencia de vida, que nos pueden ayudar, y mucho, a mejorar nuestra sociedad y nuestras comunidades. Dios puso la Creación al servicio del hombre (cf, Gn 1 y 2) para que se realizase y fuese feliz, en cambio, da la sensación que el mismo hombre, creado por Dios, ha cambiado los planes de Dios y ha puesto el hombre al servicio de la economía y del dinero. Como consecuencia, hemos desplazado a Dios y hemos colocado otros dioses particulares, según cada cual.
Parece que nos preocupa más lo nuestro, y sólo lo nuestro, que lo de los demás. Nos estamos esforzando por construirnos nuestro mundo particular sin pensar en el otro, y nuestros mayores, desde su sabiduría siempre nos hablan desde la integridad y la experiencia de vida. Hagamos un esfuerzo por escucharlos y prestarles más atención, porque su palabra tiene mucho más valor que las tendencias que hoy en día marcan los sistemas económicos y sociales descartando a los hombres porque no son útiles desde los criterios de rentabilidad que marcan los mercados. Así lo explica Jesús en la parábola de la viña, cuando paga a todos los jornaleros un denario a pesar de que han ido a trabajar a distintas horas del día y no han trabajado todos lo mismo (cf Mt 20, 1-16).
Para Jesús no es importante la productividad, para Jesús lo importante es que todos participan del mismo proyecto, trabajan en la viña. Jesús no favorece la cultura del descarte, al contrario, todos tienen cabida en su viña. Parece que la generosidad del dueño de la viña no es comprensible desde la razón humana; lo mismo ocurre con la generosidad de quien aporta su experiencia de vida, para que no cometamos los mismos errores en una historia cíclica y repetible en sus actitudes. Nuestra sabiduría está también en saber pararnos y escuchar a los que nos quieren bien y desean lo mejor para nuestra vida: nuestros mayores, que siempre van a tener hacia nosotros sabias palabras y buenos consejos que nos darán luz a la hora de tomar decisiones y buscar hacer lo correcto integrando a quienes nos rodean en la viña del Señor que tenemos que hacer crecer y fructificar.
Dice el apóstol S. Pedro: «Tened todos el mismo sentir, sed solidarios en el sufrimiento, quereos como hermanos, tened un corazón compasivo y sed humildes. No devolváis mal por mal, ni insulto por insulto, sino al contrario, responded con una bendición, porque para esto habéis sido llamados, para heredar una bendición» (1 Pe 3, 8-9). Integrar en nuestra vida los buenos consejos y experiencias de nuestros mayores no solo es un acto de responsabilidad, sino que es una bendición y la herencia que estamos también llamados a recoger. Ten tu corazón unido a todos los hombres, para que así tu fe sea comunitaria, teniendo presente a todos los hombres, sabiendo escuchar y encarnar en tu vida la Palabra de Dios, que te llama al amor y a construir desde la presencia de Dios, sin cometer los errores del pasado. Dios confía en ti y por eso se te muestra cada día, para que, escuchándole, hagas su voluntad.