«Si tuvierais fe como un grano de mostaza, le diríais a aquel monte: “Trasládate desde ahí hasta aquí”, y se trasladaría» (Mt 17, 20). Es cierto que la fe mueve montañas. Ya lo dice el Señor Jesús en el Evangelio, para que nos demos cuenta de con fe todo lo podemos. Cuando lo ves en primera persona es cuando te das cuenta de lo grande que es el Señor y de la fortaleza, esperanza y consuelo que nos da. Puedo decirte lo gozoso que me resulta constatarlo cuando en los momentos más importantes de la vida de una persona te lo muestra con toda claridad. Dios es muy grande, y el corazón de quien lo acoge y transmite con esa fe y devoción se hace también muy grande. Entonces me doy cuenta de lo unido que te puedes sentir a una persona desde la fe a pesar del mucho o poco trato que puedas tener con ella. Porque ya no es la afectividad la que te une, sino que es el mismo Señor quien se hace presente; y en ese tú a tú, Él lo hace todo distinto. Y las montañas que pueden parecer grandes obstáculos en la vida, insalvables y dolorosos, el Señor las mueve de una manera sorprendente para que la dificultad o sufrimiento se transforme en un testimonio precioso del amor de Dios, de la esperanza con la que llena el alma, de la fortaleza con la que te mantienes firme en un momento difícil y de la fuerza que cobran las palabras cuando salen del corazón llenas de certeza, para decir, a pesar de las lágrimas, que Dios sostiene tu vida y que esa montaña tan grande que te impide ver lo que hay detrás, de repente desaparece y lo ves todo con claridad, con una mirada distinta, porque en medio del sufrimiento estás mirando con los ojos de la fe, con los ojos del Señor.
La fe mueve montañas y convierte la Palabra de Dios en un bálsamo para el alma. Sus Palabras te llenan de vida porque resuenan con fuerza en tu interior y dan sentido a lo que estás viviendo en ese preciso instante. La pena o el sufrimiento que sientes el Señor no solo lo aplaca, sino que lo transforma en aliento de vida y en ese deseo de querer seguir agarrándote a Él porque sabes que es tu seguridad y descanso, pero sobre todo esa mano que te agarra con fuerza y no te hace sentir solo. Te das cuenta de que Dios nunca falla y que es Él quien dirige tu vida y la de los que te rodean. No le culpas por lo que estás viviendo, sino que le agradeces lo vivido. No te enfadas con Él víctima de la impotencia que sientes, sino que lo bendices porque es el centro de tu vida y porque más que nunca lo estás sintiendo cercano y vivo. Y aunque las lágrimas nublen tu vista, fruto de la tristeza que humanamente te invade, es cuando más claro estás viendo con los ojos de la fe, porque eres consciente de que sin Él tu vida se derrumba y te sumerges en ese pozo oscuro de la debilidad.
La fe mueve montañas porque convierte tu grano de mostaza, pequeño e insignificante, en un árbol grande y lleno de frutos. No por ti ni por tus méritos, sino por el Señor que todo lo puede. «Todo lo puedo en aquel que me conforta» (Flp 4, 13). Hacer tuyas estas palabras del apóstol San Pablo y convertirlas en oración te harán mucho bien, porque estás contando con Dios, que te ayuda a saber llevar la cruz, abrazándote con fuerza a ella y sintiendo en medio de tu dolor el consuelo del Señor, que te dice que no estás solo; que es tu fortaleza y que no temas porque está contigo. Gracias Señor, por verte con claridad. gracias por las muestras tan claras de tu presencia viva en el corazón de las personas. Gracias por quienes ante las grandes pérdidas de su vida siguen confiando en ti y sintiendo que eres el mejor bálsamo que su alma puede recibir. Gracias Señor porque al hacerte presente en la vida de las personas me permites ser testigo de tu grandeza. Solo puedo decirte Señor: Gracias, qué afortunado soy. La fe mueve montañas.