Todos somos conscientes de que muchas veces nos equivocamos y podemos perjudicar a los demás y a nosotros mismos. En nuestra mejor intención está el hacer las cosas desde nuestra mejor voluntad, pero por nuestras pobrezas y limitaciones, hay veces que las cosas no nos salen como nos gustarían. Esto hace que, en ocasiones, nos sintamos mal y contemplemos con impotencia cómo los demás también se desencantan con nosotros. Por eso es necesario que estemos muy despiertos y atentos para poder rectificar y no cometer siempre los mismos errores, teniendo esa actitud crítica con uno mismo y esa continua revisión personal que hace que miremos en nuestro interior y tengamos esa rapidez y facilidad para cambiar.
Decimos a menudo que el mundo cambia muy rápidamente, y que la Iglesia lo hace de una manera muy lenta, que debería amoldarse a la sociedad siempre y aceptar los cambios que ésta le pide. Es verdad que es muy fácil siempre mirar hacia fuera y nunca hacia dentro. Son muchas las veces que decimos que los demás son quienes tienen que cambiar, pero nosotros no miramos en nuestro interior y no nos planteamos en ningún momento cambiar. ¡Estamos equivocados! Los primeros que tenemos que cambiar, a los primeros que tenemos que criticar y juzgar es a nosotros mismos porque cada uno tiene que ser exigente consigo mismo y con su propio estilo de vida. Siempre es mucho más fácil echar los balones fuera y mirar a los demás, y ¡qué trabajo nos cuesta mirar en nuestro propio corazón! La verdadera conversión nace de uno mismo y del espíritu crítico con el que vivamos. Tenemos que ser críticos y no criticones, tenemos que ser cada día más coherentes y no vendedores de humo. Si algo nos enseña Cristo es a ser pacientes y comprensivos con los demás, sabiendo que somos débiles y estamos hechos de barro.
Así lo dice Jesús en el Evangelio: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido bien. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11, 25-26.28). La actitud de Dios es clara. Su opción es por los pobres y sencillos, por los que están dispuestos a convertir su corazón y poner su mirada en el Señor. ¿Qué nos dice Jesús que le ha parecido bien a Dios? Revelarse a los pequeños, a los sencillos. Esta es la prioridad del Señor, y es a lo que nosotros debemos tender cada día de nuestra vida: a ser pequeños. Si queremos estar cerca de Dios no podemos echar balones fuera y esperar a que sean los demás los que den el primer paso. La iniciativa del Reino de Dios, de nuestra conversión, la tenemos que llevar nosotros mismos. No podemos esperar a que nos arrastren y a sumarnos a un proyecto. El proyecto está claro: compartir el Evangelio desde nuestra experiencia de vida y de fe.
Hay veces que nos quejamos de que la vida cristiana nos agobia, porque el nivel de exigencia es alto y parece como si nosotros no llegáramos a ese nivel, pero no es así. Jesús es paciente con cada uno y nos conoce como somos. Él quiere que seamos pequeños para luego ser grandes, quiere que nos humillemos para que seamos enaltecidos. Como Cristo nos conoce cómo somos, sabe lo que necesitamos en cada momento y su deseo es vernos siempre felices para que podamos estar a pleno rendimiento viviendo el Evangelio, sin relajarnos en ningún momento y siendo los que llevemos la iniciativa. Esto es lo que desea el Señor: como el Reino de Dios es tan amplio e inabarcable todas las iniciativas son bienvenidas. Por eso no te quedes de brazos cruzados. Siéntete protagonista de este gran proyecto que el Señor tiene para ti. Es la grandeza de la sencillez.