Desde que comencé mis primeros pasos en el Seminario Menor siempre tuve la inquietud de querer ser catequista. Miraba con admiración, y porqué no decir, sana envidia a los compañeros mayores que ya eran catequistas y participaban de convivencias, pascuas, campamentos… y un sinfín de actividades que se programaban a lo largo del curso y de las vacaciones (Navidad, Semana Santa, verano…). El proceso formativo y la madurez, aunque no mucha cuando eres “un crío”, hizo que por fin me llegara la propuesta de los formadores de empezar yo también como catequista/animador de post-comunión y como ayudante de monitor en los campamentos (fregando perolos, sartenes, pelando patatas, limpiando baños…). Una experiencia que me empezó a marcar y que me ayudó en mi discernimiento vocacional para aprender lo que era el servicio a los demás desde la gratuidad, intentando comprender el amor con el que tenía que hacer las cosas y sobre todo el saber por qué me tenía que comprometer por los demás. Los compañeros ayudaban mucho también, pues al compartir con un mismo grupo de personas de tu edad los mismos ideales, siempre era mucho más fácil “tirar” hacia delante y construir.
Según iban pasando los años de formación y de estudios teológicos, las responsabilidades y los proyectos pastorales fueron aumentando. Y lo que empezó siendo un deseo, con el paso de los años se fueron convirtiendo en sueños hechos realidad y en un montón de aventuras vividas y compartidas con niños, jóvenes y familias, siempre con la intención de acercar a las personas al encuentro con Cristo.
Desde siempre he tenido claro que para poder dar y entregarse, primero hay que llenarse. No podemos decir que somos catequistas, animadores de grupos cristianos sin cuidar nuestra relación con Dios, y sobre todo hacer una opción totalmente clara por Cristo y el Evangelio:
- Si mirar a Cristo Crucificado y la Sagrario no conmueve nuestro corazón;
- Si comulgar en la Eucaristía no nos hace sentirnos invencibles con Dios a nuestro lado;
- Si confesarnos no nos hace volar porque nos sentimos totalmente ligeros de equipaje;
- Si orar no nos llena de gozo y alegría, entonces algo está fallando en nuestra vida interior.
Siempre he creído que ser catequista o animador es una vocación, porque somos elegidos por Dios para una misión. Dios nos ha llamado y nosotros le hemos respondido que “sí”, le hemos dicho como Samuel: “Aquí estoy” (1 Sam 3, 4) y hemos comenzado también ese camino de discipulado, en el que nos tenemos que formar para así aprender más de Jesús y acercar a los demás al Señor.
Como creyente he descubierto que necesito constantemente de Dios en mi vida porque cuánto más le conozco, más me doy cuenta de que apenas sé nada de Él.
Siempre he creído que catequista/animador responde a la llamada de Dios a anunciar el Evangelio y ser testigo, y para eso hay que prepararse y formarse. Se necesita de un proceso de madurez que te va haciendo descubrir la necesidad del compromiso. Creo además que no se puede vivir la fe estando ajeno a la realidad, a lo que sucede en el entorno, pues la experiencia del encuentro por Cristo nos lleva a no quedarnos callados y a anunciarlo (Cf 1 Cor 9, 16).
Siempre he creído que tanto las catequesis como los encuentros hay que llevarlos preparados y rezados, nunca improvisados, pues no vamos a transmitir una serie de conocimientos, sino que vamos a compartir nuestra experiencia de fe, lo que cada uno hemos visto y oído en primera persona. Esta es para mí la esencia de cualquier cristiano, sea ministro ordenado, padre o madre de familia, profesor cristiano, catequista, animador, creyente…: compartir la fe, compartir mi experiencia de encuentro con Cristo y poder hablar en primera persona de singular desde el corazón, desde la vivencia.
Por esto con estas líneas te animo a que digas como Jeremías: “Me sedujiste Señor, y yo me dejé seducir, has sido más fuerte que yo y me has podido” (Jer 20, 7), ya que ni las prisas con las que vivo, ni tantas cosas como tengo que hacer en el día a día (mi trabajo, mi familia, mi formación…) “puede apartarme del amor de Dios” (Rom 8, 38). ¡Qué hermoso es compartir tu experiencia de fe y que llegue al corazón del que te escucha! ¡Qué hermoso es preparar una oración y que el Señor toque el corazón del que ora! ¡Qué hermoso es llegar a un sitio nuevo y encontrarte con personas que creen como tú, tienen los mismos ideales que tú y caminar juntos como si lleváramos toda una vida!
Deseo que este espacio que la Fundación Victoria nos ofrece, nos sirva para reflexionar y crecer en nuestra reflexión pastoral. La pastoral no es cosa de unos pocos, es de toda la Fundación Victoria ya que es nuestro signo de identidad, lo que nos diferencia del resto, pues le imprimimos un carácter de diocesaneidad y eclesialidad que nos hace particulares, únicos y que además nos permite acercar a nuestra Iglesia de Málaga a las familias que creen y comparten nuestro proyecto educativo. Al formar parte de esta gran familia de la Fundación Victoria se nos encomienda una misión: Llevar a Cristo a los demás. Solo él da el ciento por uno. Este es el mayor regalo. ¡Gracias, Señor!