Estamos más que acostumbrados a las desgracias, a las muertes, a los accidentes. Basta poner las noticias para darse cuenta de que mucho más de la mitad de las noticias tienen que ver con estas fatalidades. Nos hemos acostumbrado a ver a la gente sufrir. Parece como si nos hubiésemos creado un escudo que nos protege ante las personas que nos rodean y lo están pasando mal. Seguimos con nuestra vida y nos hemos hecho expertos en pasar por delante del dolor de una manera invisible. Es como si hubiésemos perdido la solidaridad que hace que nos pongamos en la piel del otro, intentando sentir lo que ellos sienten; precisamente nuestra fe cristiana nos invita a eso. Si estamos comprometidos con Dios estaremos comprometidos con los hermanos.
A menudo son muchas las actividades que realizamos, ocupan nuestro tiempo pero curiosamente para Dios no lo tenemos. Cuesta trabajo leer la Biblia, ir a misa, pararse a rezar, practicar los sacramentos. Nos queda como algo lejano, sin sentido. No nos llena ni nos ilusiona, como para querer descubrir lo que Dios nos tiene preparado. En el pensamiento lo tenemos todo claro, pero cuando hemos de esforzarnos por poner en práctica la fe, caminamos por otro lado totalmente distinto y distante. No podemos amar a Dios a nuestra manera, a veces es demasiado cómoda e interesada. Dios agobia al ser humano o quizás le asusta, por eso lo mejor es estar lo más lejos posible de Él. Cuando la vida nos va en ello o afecta a nuestra estabilidad, no escatimamos esfuerzos, por ejemplo en todo lo relacionado con la vida laboral y las relaciones personales. Hacemos lo que haga falta y no nos importa el tiempo que empleamos para que todo vaya lo mejor posible.
Si quieres estar con Dios siempre, has de tener un verdadero compromiso con Él, buscando romper con todos tus prejuicios, teniendo la suficiente valentía para enfrentarte a tus miedos y la determinación para romper con tu comodidad y seguridades y empezar a fiarte de Dios. Fiarse de Dios significa confiar tanto en los buenos como en los malos momentos. Si hay algo que fortalece nuestra fe son los momentos difíciles y duros, porque nos ayudan a madurar, a ver la mano de Dios y a aferrarnos más a Él, a pesar, de que algunas veces son tan intensas que no las podemos llegar a afrontar ni aguantar. En estos momentos es cuando tenemos que decir: «Todo lo puedo en aquel que me conforta» (Flp 4, 13). No dudes en ponerte en las manos de Cristo. Si te sientes solo y abatido en medio de la prueba, no pienses que el Señor te ha abandonado; lo que está haciendo es cuidar y hacer crecer en ti un don determinado que aflorará cuando menos te lo esperes y verás como la mano del Señor ha estado siempre presente en tu vida.
Aunque te digas que ya no puedes más, que todo está perdido, que la vida no merece la pena, espera y sé fuerte; necesitas de la paciencia para abrir la puerta que te conduce a Dios, que te está esperando con los brazos abiertos para llenarte de su amor, paz y bendiciones. Entonces podrás experimentar la profundidad de la vida espiritual que te hace descansar en el Señor. Por eso dice el apóstol san Pablo: «Pues la leve tribulación presente nos proporciona una inmensa e incalculable carga de gloria, ya que no nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve; en efecto, lo que se ve es transitorio; lo que no se ve es eterno» (2 Cor 4, 17-18). No podemos vivir en el silencio de la fe, porque hace que nuestra alma calle y nos volvamos más egoístas y comodones espiritualmente. Dios siempre nos llevará donde Él pueda cuidarnos, donde podamos vivir el Evangelio y nuestra fe con fuerza. Si piensas que Dios te está pidiendo imposibles, no te preocupes ni agobies, comienza a dar pequeños pasos que ya Él se encargará de decirte cómo has de dar los otros. Para confiar en Dios no hace falta tenerlo todo controlado, saberlo todo, solo necesitas ponerte en sus manos y dejar que sea Él quien gobierne tu vida. La vida verdadera está en Dios, no lo olvides nunca.