Mantener la ilusión renovada con el paso del tiempo es difícil, especialmente cuando afloran las dificultades y vamos perdiendo esa frescura y vitalidad que nos da el comenzar nuevas acciones personales o comunitarias que nos hacen creer en la posibilidad de cambiar y transformar nuestro entorno y ayudar a crecer también a las personas. A Jesús le ocurrió lo mismo, los que solían acompañarle fueron desanimándose, desilusionándose y abandonándole poco a poco. Así nos lo cuenta el evangelista san Juan: «Muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él. Entonces Jesús dijo a los Doce: “¿También vosotros queréis marcharos?»(Jn 6, 66-67). Que la decepción entre en nuestra vida es una pena, porque estamos dando cabida a que la gracia de Dios no actúe en nosotros y esto nos perjudica, pues perdemos la claridad de ideas y nos cuesta trabajo llegar a entender y justificar lo que nos ocurre. Comprender la bondad del padre bueno y su capacidad de perdonar al hijo pródigo; que el buen pastor sea capaz de dejar su rebaño para buscar a la oveja perdida, es una muestra más que suficiente para enseñarnos hasta dónde es capaz de llegar Jesús. Dios es fiel y siempre se nos muestra porque nos está acompañando en todo momento.
Ante la decepción de ver que los discípulos se marchaban por la exigencia de vida que Jesús les proponía, los discípulos necesitan fortalecer la idea de misión que tenían. El camino no es fácil, por eso Jesús les anuncia que el hijo del hombre ha de padecer y morir. Algo que no les gusta escuchar pero que les ayudará para mantenerse fieles en el anuncio del Reino de Dios y continuación del proyecto de Cristo. La muerte de Jesús en la cruz no es una dificultad para que el reino se haga presente, al contrario, es necesaria para que con su Resurrección, la tristeza se transforme en alegría, y con el envío del Espíritu Santo en Pentecostés se les abriera el entendimiento para comprender todo lo que Jesús les decía y enseñaba, y sobre todo, para tener la valentía suficiente de salir a las calles y a las plazas a anunciar el kerigma: que Jesucristo había muerto por nosotros, para salvarnos de nuestros pecados y Dios los resucitó al tercer día.
Por eso este tiempo de Pascua es un tiempo para tomar conciencia y renovar nuestra misión; para continuar anunciando que Jesús está vivo y que estamos llamados a seguir caminando, abriendo nuestros corazones para compartir nuestra experiencia personal de fe. Es un acto de libertad, como el de Jesús al morir en la cruz. Para así establecer una nueva Alianza, el nuevo pacto entre Dios y el hombre, que es el mandamiento del amor: «Amaos unos a otros como yo os he amado»(Jn 13, 34). Con el amor es como estamos llamados a transformar los corazones de los demás. Es un acto de amor gratuito el que Jesús realiza y queremos imitarle para que nuestras vidas se llenen de ilusión y de esperanza, las que necesitamos para seguir sus huellas como discípulos suyos que somos.
La Resurrección es el culmen de la Encarnación, porque Jesús es la nueva Alianza y gracias a Él podemos relacionarnos con Dios como nuestro Padre. Establecemos una relación filial en la que nos sentimos partícipes y protagonistas de nuestro propio devenir. Mejoramos nuestra confianza, porque formamos parte de la gran familia de los hijos de Dios, y podemos llegar a tratar al Señor con la misma familiaridad con la que Él nos trata a cada uno. Dios se hace cercano y presente para que le sintamos vivo, caminando a nuestro lado, ayudándonos a entender todo lo que el Padre nos quiere decir. Que Dios te hable y tú lo escuches, ¿no es motivo suficiente para estar ilusionado?