La tristeza de los discípulos en el Cenáculo contrasta con la esperanza de la Virgen María, que bien sabía que el Señor no la iba a defraudar. A pesar del dolor de contemplar en la cruz y tener entre sus brazos el cuerpo sin vida de su Hijo, María siempre tiene claro que el Señor tenía preparado algo grande después. Pero hay que vivir cada momento, y no podemos cambiar las cosas que no nos gustan por más que queramos. Las cosas vienen como vienen y no podemos evitarlas, más bien lo contrario, hemos de afrontarlas. Por eso dice Jesús: «El que viene a mi nunca tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás» (Jn 6, 35). Jesús había realizado la multiplicación de los panes y los peces y la gente estaba absorta y emocionada contemplando a Jesús, porque Dios siempre da la abundancia para los que creen en Él. Esa misma abundancia espiritual y de fe fue la que tuvo María desde el principio y que se hace patente en su llamada: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Con el tiempo no la perdió, sino que la acrecentó.
Y Jesús vino para dar la vida al mundo, invitándonos a desafiar la mediocridad y la superficialidad para sumergirnos en un horizonte nuevo que nos abre un espacio inédito para vivir el Evangelio de una manera distinta, esperando en el Señor, como lo hizo la Virgen María. Ella no se dejó llevar por la tentación de la duda ni de la desesperación. Conocía los planes de Dios, y aunque en su momento no los entendía, siempre los guardaba y meditaba en su corazón, porque es así como el Señor se revela, sabiendo contemplar lo que acontece desde la presencia de Dios. Bien sabía María que con el Señor hay que saber esperar, tener paciencia, dejarse llevar y no tener prisa, porque así son los tiempos de Dios. La grandeza de María viene de la docilidad de su espíritu, que le permitió no ir a buscar otros lugares para saciar su sed y su hambre, sólo en Dios esperaba y de Él se alimentaba en su oración personal y en la entrega generosa de su vida al plan del Señor.
Jesús es el Pan de Vida (cf. Jn 6), que nos alimenta y que nunca se echa a perder. En el día de hoy son muchos “los panes” donde acudimos a saciarnos y que se endurecen porque no son auténticos, porque vienen del mundo y no del Señor. Todo ha de venir de Dios, porque así seremos capaces de abrir nuestro corazón en medio de nuestros encierros y soledades. La Virgen María pudo tener la tentación de sentirse sola y encerrarse en sí misma; pero la que nació sin pecado original, nunca se sintió así porque la presencia del Señor la envolvía en todo momento y respondió con fidelidad a su misión. El mejor ejemplo lo tenemos en el monte Calvario, al pie de la Cruz. Escuchar a Jesús en sus predicaciones y contemplar todos los milagros que realizaba, elevaba su esperanza, acrecentaba su ternura y sobre todo hacía más grande y profundo su corazón, para ir aceptando la voluntad del Padre ante la espada que iba a atravesarle el corazón.
María recibió las misericordias del Señor de una manera única y especial (cf. Lc 1, 46-55), y también su corazón se alegró sobremanera cuando contempló a Jesús resucitado. Dios siempre responde a las necesidades de los hombres, ¿cómo no iba a responder con la Resurrección después de la muerte en cruz? Su corazón saltó de gozo y entonces todo quedó claro, porque el Señor se había fijado en ella. Una relación entre Madre e Hijo, especial, única, íntima, solo para ella. Por eso, María, sigue caminando entre nosotros y llevándonos al encuentro del Pan de Vida, que sacia todo tipo de hambres del mundo, como ella lo experimentó en primera persona. Nos invita a entregar el amor de la misma manera que lo recibimos. La Virgen María es también camino, porque nos conduce a Cristo y nos lo presenta cogidos de la mano, como hijos suyos que somos también. Ha llegado el momento de hacer lo mismo que hizo nuestra Madre, ir a Cristo para no tener nunca más hambre ni sed, y confiar plenamente en el Señor para que todo tenga sentido en Él. María, Madre nuestra. Ruega por nosotros.