Estamos muy acostumbrados a ir a lo nuestro, viviendo a nuestra manera y marcándonos nuestros ritmos y momentos, sin darnos cuenta del mal que nos estamos haciendo porque nos estamos encerrando en nosotros mismos y nos vamos aislando poco a poco de nuestro mundo, dejándonos llevar por ese estilo de vida en el que todo está permitido y cada uno puede hacer lo que considere porque es dueño de su vida. Esto hace que poco a poco, junto a nuestra sociedad, nos vayamos envolviendo en una atmósfera de soledad e individualidad, a pesar de estar rodeados de personas, volviéndonos herméticos y fríos en nuestras relaciones personales, especialmente cuando se trata de abrir el corazón. La indiferencia se hace fuerte y las etiquetas que nos ponemos nos condicionan en nuestra forma de tratarnos.
Ante tanta invitación al individualismo que se nos ofrece en nuestra sociedad, está la comunidad de fe que nos llama a vivir unidos y ser expresión constante de comunión. ¡Qué difícil resulta el camino comunitario cuando Dios no es el centro de nuestra vida! Dice Jesús: «Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre que está en los cielos» (Mt 18, 19). Jesús no nos habla de ser individualidades donde cada uno vamos a lo nuestro, sino que nos habla de ser comunitarios; porque como seres humanos estamos llamados a convivir, compartir, entregarnos a los demás para que seamos testimonios de fe y de vida de lo que se nos propone en el Evangelio. El reto está claro pero hay que hacer un esfuerzo: buscar la comunión para llegar a ponernos de acuerdo en la fe, y lo que le pidamos a Dios nos lo conceda. Hay que desechar los intereses particulares y olvidarse de uno mismo y de sus necesidades para que se vacíe el corazón del “yo” y así se pueda llenar del auténtico Amor.
¿Qué tengo que hacer en mi vida para que sea el Amor de Dios lo que me llene? El milagro no está en que Dios nos conceda lo que le pedimos, sino en salir de uno mismo para que entre el otro. La comunidad se convierte en referente cuando cada uno de sus miembros desecha sus intereses particulares y convierte en prioritarios los de los hermanos. Así es como crece y se conserva la confianza, el amor por los hermanos y la identidad cristiana que se refuerza poniendo en práctica el Evangelio. «Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20). Es al mismo Cristo a quien servimos, amamos y vivimos en cada hermano; porque valoramos especialmente la vida de Jesús entregada, el favorecer en todo momento el respeto por la dignidad humana del otro y el esfuerzo por transformar nuestros entornos cotidianos, enriqueciendo y mejorando nuestra sociedad.
Como consecuencia, no hacemos acepción de personas, porque nos aceptamos unos a otros. Se rompen todo tipo de prejuicios y de etiquetas. ¿Qué prejuicios y etiquetas condicionan tu falta de confianza en tu comunidad? Así comienzan las divisiones y las faltas de caridad hacia los demás; los corazones se separan, dejamos de conocernos y de importarnos y Jesús desaparece de nuestra comunidad, porque se deja de dar el Amor que viene de la Cruz, de la obediencia de Cristo llevada hasta el extremo.
Hay mucho en juego, porque todos contribuimos. Lo que está en juego es la fidelidad al Señor y la respuesta a la vocación que como miembros de la comunidad hemos de dar. Hay que mirar dentro, en lo más profundo de nuestro ser para que interiorizando y meditando la Palabra lleguemos a tener un mismo sentir, caminando contracorriente, teniendo a Jesucristo en medio de todo y dando testimonio de vida para que así cobren más fuerza nuestras palabras y acciones, porque no somos individualidades, sino discípulos de Jesús decididos a seguir dando la vida como Él lo hizo.
Que nuestra respuesta siga siendo transmitir la vida que nos da el Señor Resucitado y que como los primeros discípulos puedan también decir de nosotros: ¡Mirad cómo se aman!