Todos sabemos que si hay algo que no nos hace ningún bien es el orgullo. Una persona orgullosa tiene un concepto exagerado de sí mismo que le puede llegar a hacer caer en la soberbia. Las características negativas del orgullo nos lleva a tener un sentimiento excesivo de satisfacción sobre uno mismo y puede llegar a mostrar altivez, arrogancia, vanidad, soberbia y hasta desprecio hacia otras personas. Si por algo destacan las personas orgullosas son por ser envidiosas, autoritarias, críticas, arrogantes, rebeldes y con frecuencia suelen tratar mal a las personas, aunque por norma general suelen disfrazarse con caras afables, buenas palabras y maneras, un rostro sonriente… aunque en el fondo su pretensión está quedar por encima de los demás utilizando todas las argucias que están en su mano para llegar al fin que pretenden.
El orgullo es uno de los siete pecados capitales, que ataca el corazón, apartando a Dios de la vida de la persona y poniéndose ella como dominadora de la propia voluntad. Los creyentes estamos llamados a dejar que sea Dios quien lleve las riendas de nuestras vidas, en cambio, los orgullosos quitan a Dios para ponerse ellos mismos y que nadie, nada más que ellos habiten en su propio corazón. Una persona orgullosa podemos decir que se rebela contra Dios porque no es capaz de llegar a someter su propia voluntad a nadie.
Miremos cada uno a nuestro corazón, para ver cuánto orgullo tenemos que nos hace rechazar a Dios y apartarnos de Él. Hay veces que sin pensarlo aparentamos más de lo que somos, exageramos nuestras capacidades o nuestros logros para quedar bien y para que nos alaben o miren mejor allá donde estamos. Hay veces que incluso hasta damos la sensación de saber de todo y opinar de todo aunque no conozcamos aquello de lo que hablamos. Incluso los propios creyentes solemos caer en el orgullo cuando nos mostramos apáticos ante lo que la Palabra de Dios nos pide que vivamos y hagamos. Creo que aquí hemos de hacer una pequeña parada y mirarnos todos en nuestro interior para ser conscientes del daño que nuestro propio orgullo nos puede estar causando, pero sobre todo de lo que nos está privando cuando se trata de la acción de Dios en nuestra vida, cuando bloqueamos al Espíritu Santo en nuestro interior, para seguir sumergidos en nuestra vida, con sus comodidades y planes que no se parecen en nada a los del Señor.
Si queremos morir al orgullo es necesario que hagamos de nuestra norma de vida, la humildad. Ésta significa rebajarse, someternos al Señor y rendirnos a su voluntad, para que el Señor sea el rey de nuestra vida. Hemos de ser conscientes de que nuestra condición es inferior a la de Dios, y lo hemos de vivir tanto en la teoría (que sabemos al dedillo), como en la práctica (que nos cuesta más trabajo de realizar), porque bien sabemos que en el día a día la Palabra de Dios debe de ir calando en nuestro interior y debemos ir dejando que vaya transformándonos en personas más humildes y sencillas, capaces de poner en práctica todo lo que el Señor nos transmite. «Tened entre vosotros los mismos sentimientos propios de Cristo Jesús. El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2, 5-8). Este es el ejemplo que hemos de seguir: Jesucristo, siendo Dios se hizo hombre, se rebajó para hacer realidad el proyecto de Dios, salvarnos por amor. Ojalá y cada uno seamos capaces también de rebajarnos y morir así a nuestro propio orgullo, anteponiendo a los demás antes que a nosotros mismos. Cierto es que si nos lo proponemos y con la ayuda de Dios, todo es posible.