Todos vivimos constantemente sentimientos de tristeza por multitud de motivos diariamente. Algunas veces nos dura más tiempo, otras menos, dependiendo de multitud de factores que los causan. Eso no lo podemos prever porque las emociones van y vienen constantemente y estamos acostumbrados a convivir con ellas.
Cuando la tristeza es pasajera nos mina la ilusión, la alegría, las ganas de luchar. En cambio cuando permanece en el tiempo tenemos un serio problema, pues las ganas de vivir, de salir hacia delante ya son menos y vamos perdiendo la capacidad de renovar nuestras esperanzas e ilusiones y de afrontar el día a día con ese deseo tan hermoso de sentirnos realizados y felices con lo que somos y vivimos.
La tristeza nos apaga el brillo de nuestra mirada, que es la que muestra nuestra determinación, esa chispa que tenemos que hace que seamos especiales, con el deseo de cambiar lo que nos rodea, de no bajar los brazos ante la adversidad, de esforzarnos por mejorar cada día, de disfrutar y saborear todo lo que hacemos para los demás.
Sé que es difícil en los momentos de tristeza profunda sonreír y encontrar el sentido a lo que hacemos, siempre necesitamos un por qué y una razón para comprender, pero no podemos dejar que se nos apague el alma y nos lleve a la desolación total. No podemos desistir por muy fuerte que sea la tentación, de los proyectos vitales que tenemos, estos nos tienen que servir para hacernos más fuertes ante la adversidad y seguir luchando por ellos. Aunque las circunstancias que nos han llevado a la tristeza sean dolorosas la vida sigue y la meta no es precisamente el momento en el que la vida nos ha parado por cualquier circunstancia. Si seguimos respirando es que tenemos vida, y por muy amargo que sea el sabor de la tristeza toca levantarse y no dejar que la mente se llene de tristezas que no nos conducen a ningún sitio.
Así nos lo dice Jesús en el Evangelio: «En verdad, en verdad os digo: vosotros lloraréis y os lamentaréis, mientras el mundo estará alegre; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría. Vosotros ahora sentís tristeza; pero volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría» (Jn 16, 20.22). Este es el discurso de despedida que Jesús da a los discípulos en la Última Cena. Ellos no entendían nada de lo que Jesús les estaba diciendo sobre su Pasión y Muerte, como tampoco nosotros entendemos nada cuando nos toca sufrir y estamos tristes por lo que nos ocurre – una cosa es entenderlo, y otra aceptarlo – porque sentimos fuertemente el peso de la vida y sus problemas. Los discípulos sintieron la decepción, tristeza y desolación de ver a Jesús muerto en la cruz – que se lo digan a los discípulos de Emaús – y se sorprendieron porque el caminante que les salió al encuentro no sabía nada, como nosotros cuando nos sentimos decepcionados y lo pasamos mal, pero también tuvieron la necesidad de compartir su pena, su dolor, su decepción y sus lágrimas.
Por eso, con la madurez que vas adquiriendo por tu experiencia de vida, comparte tus tristezas, decepciones y sufrimientos con el Señor y con los que te rodean. No pienses que das pena en ningún momento o que tus enemigos se van a alegrar de ti.
Mira a los de Emaús, cómo se desahogaron con un desconocido y le contaron todo, le invitaron a pasar la noche con ellos y su tristeza se convirtió en alegría al reconocerle al partir el pan. No cierres tu corazón al Señor, ábreselo de par en par para que Él te de lo que necesites en cada instante. Por muy incomprendido, abatido, triste que te sientas el Señor está siempre a tu lado, Él no te abandona, sino que constantemente te sale al encuentro en ese momento donde te inunda la tristeza. Él conoce tu capacidad de resistencia y sabe darte en todo momento lo que necesitas, pero no dejes de escucharle, de llamarle, de caminar con Él.
Dios quiere llenar tu corazón de alegría. Y la alegría de Dios es esperanza en que puedes cambiar, puedes superar las dificultades, puedes hacer del Evangelio tu bandera y mostrársela con orgullo a todo el mundo diciendo: Soy de Cristo, Él es mi mejor apoyo en la tristeza.