En la década de los noventa, cuando me encontraba estudiando Teología, con motivo de las actividades pastorales que desarrollábamos, estuvimos en Granada, en la fase nacional de la canción misionera participando. En la Vigilia que realizamos en la Catedral, quien la dirigía dijo estas palabras para pedirnos a todos que nos calláramos porque íbamos a comenzar la celebración: “No oigo el silencio”. Tanto a mí como a mis compañeros nos hizo mucha gracia esta expresión y con mucha frecuencia la decíamos con ironía y para reírnos, porque no oíamos el silencio cuando teníamos que pedírselo a los distintos grupos con los que nos encontrábamos. Y desde entonces en más de una ocasión yo lo he seguido repitiendo en mi etapa de profesor de religión.
“No oigo el silencio” visto desde la experiencia de vida y de fe es algo mucho más profundo de lo que ya he hablado en más de una ocasión, pero que es bueno recordar con frecuencia para llegar a ser consciente del estado de oración al que podemos llegar cuando somos capaces de hacer silencio interior y entrar en esa fase de profundidad que nos lleva a escuchar y comprender todo lo que el Señor nos quiere decir. Verdaderamente el silencio es una práctica, es el primer paso para enfrentarnos con nuestro propio desorden interior, ese caos que podemos tener dentro de nosotros, lleno de ruidos y de grandes dificultades que nos impiden adentrarnos en nuestro mar interior. La fuerza con la que vivimos nuestro día a día nos hace estar en continuo movimiento y pararnos para estar quietos, en silencio, nos resulta muy difícil. Detenernos tanto física como mentalmente puede sumergirnos en un vacío inmenso del que a veces no queremos saber, porque estamos muy acostumbrados a llenar nuestros silencios de cualquier tipo de ruido: música, algún libro que nos gusta, las redes sociales, juegos para pasar el tiempo… Cualquier cosa es buena con tal de abrazar al silencio.
El silencio es muy simple y sencillo. Cualquier momento es una oportunidad magnífica para poder vivirlo y adentrarnos en él. La quietud es imprescindible para que se dé. Todo tiene que acompañar, cuerpo y espíritu. Nuestros ruidos y desordenes interiores van a ser los primeros en aparecer, pero una vez que sepamos hacerles frente aparecerá ante nosotros un precioso camino que nos ayudará a encontrarnos y a situarnos ante el Señor. Entonces aparecerá la paz interior, que te ayudará a comprender que merece la pena ese esfuerzo interior. Quizás tus angustias, errores, agobios, malas experiencias del pasado… afloren también en este instante. No te preocupes, ponlas en las manos de Cristo para que te ayude a llegar a tu corazón. También te digo que no pases de largo ante ellas, detente el tiempo que sea necesario para mirarlas con amor y con misericordia, para que puedas ir sanando y cerrando esas heridas que puedas tener abiertas y de las que has estado huyendo durante tiempo.
La tentación de dar marcha atrás y de no ser constante en esta vivencia se va a hacer muy presente. La falta de hábito, el miedo, el pensar que le vas a dar muchas vueltas a tu mente, a tus problemas… van a estar muy presente y hasta estoy convencido que vas a tener razones de peso para desistir. ¡No te rindas! Si persistes en el intento serás consciente de la fuerza que tiene la paz que encontrarás y que se convertirá en tu experiencia maravillosa que querrás repetir por todo lo bueno que te aporta. Y no solo eso, sino que empezarás a trascender y adentrarte en el corazón insondable de Dios, que está lleno de amor y que te ayudará de una manera rápida a cambiar hábitos, conductas y prioridades en tu vida. Jesús dice en el Evangelio que muchos son los llamados y pocos los elegidos (Cf Mt 22, 14), porque la lucha contra las seducciones de este mundo es muy dura y no resulta nada fácil ni cómodo. Pero lo que si te aseguro es que llegar a Dios merece y mucho la pena, porque recibirás muchos frutos, más de los que te puedas imaginar. ¿Oyes el silencio?