Hay situaciones que nos duelen y que en nuestro interior provocan impotencia, desazón, tristeza, dolor, sufrimiento… En nuestro día a día solemos constatar la fragilidad de la vida, la vulnerabilidad del ser humano; cómo la vida depende de un hilo débil y frágil, que nos advierte en todo momento de la amenaza que nos sobrevuela. Aunque queremos controlarla, sólo podemos hacerlo con nuestros actos, que dependen de nosotros. El resto se nos escapa de las manos. Parece como si estuviésemos a merced de la vida, “de sus tempestades y terremotos” que nos sacuden y debilitan. Lejos de nosotros estos pensamientos y planteamientos, pues Dios camina a nuestro a lado, a pesar de las dificultades y sufrimientos que nos abordan a lo largo del camino. Hemos de pasarlos con la ayuda del Señor que no nos abandona ni en los problemas, ni en la oscuridad de la noche, ni ante las pesadas cargas que en ocasiones hemos de llevar. Dios siempre está a nuestro lado para aliviarnos, para hacernos más llevadera la vida.
Ante las angustias de la vida es lógico preguntarse dónde está Dios, porqué ocurren situaciones que nos hacen sufrir. En la Biblia encontramos multitud de pasajes donde el hombre manifiesta a Dios su dolor, su impotencia, su angustia. Un ejemplo lo tenemos en el libro de los Salmos: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? A pesar de mis gritos, mi oración no te alcanza. Dios mío, de día te grito, y no me respondes; de noche, y no me haces caso» (Sal 22, 2-3). Cuando algo nos duele, nos quejamos, lo expresamos. Cuando en la vida nos ocurren desgracias tenemos todo el derecho del mundo a lamentarnos, a expresar lo que nuestro corazón siente. Y también estamos llamados a tomar conciencia e interiorizar que Dios está dispuestos a ayudarnos ante los problemas que la vida nos trae. Quizás, al principio, es razonable la duda, la queja y el lamento. Así lo expresa el salmista: no ve a Dios, todo está oscuro en su vida. Surge una gran pregunta desgarradora para el creyente: “¿Por qué me has abandonado?”, fruto de la oscuridad en la que uno se ve de repente sumergido. En la mañana y en la noche solo se escucha silencio ante la oración, ante la súplica. Por más que gritas de dolor y desesperación, Dios no habla. Surgen fuertes sentimientos de abandono, soledad, destrozo, pena, malestar, duda… que son como una losa pesada que nos hunden y entierran sin piedad. Y toda tu vida, tus creencias de repente se ven removidas, desvanecidas.
Pero el salmista dice al Señor en su oración desesperada: «Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme. Líbrame a mí de la espada, y a mi única vida de la garra del mastín, sálvame de las fauces del león.» (Sal 22, 20-22). Es necesario dar este paso de confianza y abandono en las manos del Señor. La inercia del abatimiento nos arrastra fuertemente, y en medio de esta corriente tan violenta, es donde el Señor surge como la isla, como la tierra firme en la que podemos pisar para encontrar el descanso y el consuelo. Así recuperaremos las fuerzas para construir con los elementos que la isla nos proporciona, con lo que Dios nos da, los puentes necesarios para sortear las turbulencias de la corriente y encontrar así la calma y el silencio necesario que nos ayuden a afrontar la adversidad desde la presencia de Dios.
Por eso dice el salmista: «Los que teméis al Señor, alabadlo; linaje de Jacob, glorificadlo; temedlo linaje de Israel; porque no ha sentido desprecio ni repugnancia hacia el pobre desgraciado; no le ha escondido su rostro: cuando pidió auxilio, lo escuchó» (Sal 22, 24-25). El Señor nunca abandona, siempre atiende nuestras peticiones y deseos, y nos ayuda a afrontar los momentos más duros y difíciles. Que surja en tu corazón la alabanza al Señor, porque Dios no se esconde, no se retira de tu lado cuando llegan los problemas. Dios está contigo, queriendo entrar en tu corazón para darte auxilio. A veces, el auxilio no es solucionar el problema, sino ayudarte a dar sentido a lo que acontece en tu vida y afrontarlo desde la oración y poniendo en sus manos nuestras vidas para que podamos decir como Jesús en Getsemaní: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42).