Hay muchas veces donde confiar en Dios no es tarea fácil por las dificultades que se nos presentan. Tratamos de buscar soluciones rápidas que hagan que todo vuelva a la normalidad para vivir así sin grandes sobresaltos, pero esas situaciones que se nos escapan de las manos hacen que nos inquietemos y nos pongamos nerviosos y que confiar plenamente en el Señor cueste un poco más. Mientras los enemigos acechan estamos en tensión, preocupados, agobiados, pensando que las cosas no funcionan y por instinto solemos ir a lo que siempre nos ha funcionado y nos da estabilidad. Buscamos nuestros puntos de seguridad que hacen que podamos recuperar momentáneamente esa calma que el imprevisto nos ha provocado.
En estas situaciones que el Señor sea el centro de tu vida es vital, porque sin darnos cuenta corremos el riesgo de retirarle y confiar más en lo inmediato, en nuestras propias fuerzas y en las posibles soluciones que nos vienen a la cabeza, relegando a Dios a un segundo plano en nuestro orden de prioridades, pensando que Él no nos va a ayudar en nada y cargándole con todo el peso de nuestra culpa. No dejes que tu fe se debilite y abandónate en las manos de Dios que sabes que en ningún momento te va a dejar.
No subestimes a Dios. Los creyentes corremos el riesgo de caer en esta falta, porque le dedicamos poco tiempo a lo largo de nuestro día a día. Nos cuesta trabajo pararnos para reflexionar, orar en tranquilidad y no saborear el tiempo que le dedicamos como debiéramos. Rezar no puede ser una tarea más de nuestro día. A Dios le tenemos que conocer muy bien para poder amarle muy bien. Si a Dios le conocemos mal, le amaremos mal porque no le escuchamos suficiente, no le entendemos y no llegamos a descubrir todo lo que nos quiere dar y aportar para nuestra vida.
Si tienes problemas y dificultades no puedes seguir subestimando a Dios. Da un cambio radical a tu vida, pasa más tiempo con Él y deja que Él sea quien te hable en el silencio de tu corazón y de tu mente. Hay veces que hacemos justo lo contrario: cuanto peor estamos, menos rezamos. Te aseguro que no es tiempo perdido y que poco a poco empezarás a notar cómo los agobios y preocupaciones se van transformando, y no precisamente por ti. Que la Palabra de Dios vaya poco a poco remojando toda tu vida, cada uno de sus rincones, para que así nada quede sin pasar por el filtro del Señor. Seguramente al principio te costará trabajo hacer silencio en tu interior; encontrar la paz y la serenidad en tu alma, es normal, pero insiste y persevera.
No subestimes a Dios orando solo con los labios o con palabras frías, sino con el corazón. Que todo lo que le digas a Dios sea desde lo más profundo de tu ser, que es siempre lo más sincero que le puedes decir, aunque al principio solo te nazcan reproches. Dios te conoce y sabe lo que necesitas. Y si amas a Dios es porque Él es quien te deja amarle. Lo dice el apóstol San Juan: «Nosotros amemos a Dios, porque Él nos amó primero. Si alguno dice: “Amo a Dios”, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve» (1 Jn 4, 19-20). El amor a Dios no puede ir separado del amor a los hermanos. Para amar a Dios tenemos que amar a los hermanos. Y si a unos los amamos y a otros no, entonces no estamos amando a Dios totalmente, solamente de una forma parcial e interesada.
Por eso no subestimes a Dios y deja que Él sea quien te transforme y cambie tu vida. No vivas ajeno a Él confiando más en tu autosuficiencia y en tus capacidades personales. Nadie puede con todas las situaciones de la vida, siempre en algún momento necesitamos ayuda. Por eso pídele a Dios un corazón dócil capaz de dejarte ayudar para que Dios haga en tu vida posible lo imposible.