Mantenernos fieles a la Palabra de Dios y vivirla con radicalidad es exigente y a veces difícil, porque el nivel de renuncia que hemos de tener hace que tengamos que negarnos a nosotros mismos, y no siempre estamos dispuestos. Dice el apóstol san Pedro: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29) cuando el Sanedrín quiere prohibirle que predique a Jesús Resucitado. Caminar contracorriente, ser auténtico a tus ideas y a tus deseos muchas veces hace que camines solo y que no sientas el apoyo de nadie. Esta es la libertad de los hijos de Dios que quieren vivir su fe y cumplir los mandatos del Señor, porque nos llevan al camino de la felicidad, de la plenitud. Obedecer a Dios cuesta, pero nos permite ser verdaderamente libres, porque nos permite dejarnos llevar por el Espíritu de Dios a donde quiera y reconocer su presencia en cada persona con la que nos encontramos. Obedecer a Dios es reconocer la verdad y no quedarnos estancados en el conformismo que hace que bajemos los brazos y nos dejemos llevar por lo que piensan los demás, arrastrados a unas dinámicas que nos debilitan y hacen más vulnerables ante las tentaciones que nos asaltan.
«Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29) y para esto hemos de conocerlo verdaderamente, así tendremos más facilidad en poner en práctica todo lo que nos dice y dejar que sea la vivencia del Evangelio quien nos permita descubrir la verdadera libertad de ser hijos de Dios. Los razonamientos de Dios no son los nuestros, ni los tiempos, ni los esquemas… El Señor nos tiene preparados unos planes, que en primer lugar, hemos de descubrir desde la oración y la contemplación, para luego llevarlos a cabo desde el estilo de vida cristiano, sabiendo la armonía permanente que debe haber entre lo que vivimos y hacemos en la vida cotidiana y nuestra oración personal. Contemplar a Dios meditando su Palabra y actuar, amando a los demás como el Señor Jesús nos invita, es un reto cotidiano que hemos de aprender, para que no entre en nuestro día a día la apatía y la desilusión, haciendo que nos convirtamos en personas tibias y sin alicientes por vivir el Evangelio.
Jesús camina delante de nosotros y nos va enseñando el camino que lleva al Padre a lo alto. Para llegar al Padre hemos de hacer dos subidas. La primera es la más dura, que es al monte Calvario para entregar y donar nuestra vida; y la segunda es a los brazos del Padre Bueno que nos está esperando con gozo en el cielo. El tiempo de Pascua nos permite celebrar el triunfo de la vida sobre el mal y sobre la muerte. Jesús es el Dios de la vida y quiere que transformemos el mundo, dejándolo mejor de lo que lo hemos encontrado. Hay que ser valientes, para no acobardarse ante los que nos quieren arrastrar a su estilo de vida, a sus creencias; para que el tema de la muerte no se convierta en un tema tabú del que es difícil hablar, sino que lo afrontemos con esperanza cristiana y así el proyecto de Dios se materializa con fuerza en nuestra vida de fe. Para ello es importante la penitencia, porque nos ayuda a cambiar y a vivir nuestra vida como una gracia; al reconocer nuestro pecado hacemos un gesto de humildad que abre nuestro corazón para que Dios entre y lo sane verdaderamente.
La Resurrección nos trae la alegría por la vida de Cristo y sobre todo porque es la puerta que nos lleva al encuentro del Padre. Es el triunfo de la vida, y si queremos resucitar y entender todo lo que Dios nos dice a través de la Palabra, hemos de tener claro que en vida hemos de recibir el Sacramento de la Reconciliación, porque nos da la Gracia de Dios y nos permite ayuda a tener más capacidad de entender y poner en práctica el Evangelio. Esto es lo que quiere Jesús, que seamos capaces de vivir cada día desde la fe, porque cada encuentro con el hermano es una bella oportunidad de servir, amar y obedecer a Cristo. «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29).