Todos tenemos obligaciones que cumplir. Muchas las realizamos porque es nuestro deber y no nos queda más remedio y muchas otras las hacemos por amor, por ilusión. En nosotros está el ver qué sentido le queremos dar y cómo queremos que éstas repercutan en nuestro ánimo y en nuestra vida.
Cuando actuamos por obligación porque no nos queda otra, no saboreamos lo que hacemos y perdemos buenas ocasiones para enriquecernos, crecer y madurar personalmente. La rutina, el hacer las cosas sin sentido, el actuar sin corazón nos introduce en un círculo vicioso del que nos resulta difícil salir. No estamos satisfechos, sabemos que tenemos que cambiar pero no encontramos la forma ni el momento para romper con estas situaciones.
Por eso tenemos que actuar desde el convencimiento, poniendo toda nuestra alma en lo que hacemos, para que así no hagamos nada por cumplir o porque toca, sino porque nos sale de dentro y queremos sentirnos realizados en lo que hacemos.
Vivir intensamente nuestra vida significa darlo todo en cada momento y no guardarnos nada. Nuestros actos al final revelan lo que llevamos en nuestro corazón, y aunque haya multitud de ocasiones donde podemos engañar a los demás o disimular nuestras intenciones, a Dios nunca le engañaremos porque Él nos conoce y sabe lo que somos cada uno. Con Él no podemos disimular ni escondernos, porque Dios sabe lo somos. Jesús se lo dice muy claro a los fariseos.
«Cuidado con la levadura de los fariseos, que es la hipocresía, pues nada hay cubierto que no llegue a descubrirse, ni nada escondido que no llegue a saberse. Por eso, lo que digáis en la oscuridad será oído a plena luz, y lo que digáis al oído en las recámaras se pregonará desde la azotea» (Lc 12, 1-3).
Jesús no quiere que nos quedemos en la ley, en la mera norma, no quiere vernos disimulando o teniendo doble vida moral: la que mostramos a los demás y la que tenemos para nosotros mismos; sino que sepamos saborear lo que hacemos porque es ahí donde encontramos y hacemos presente a Dios. Esto exige un camino de honestidad y de sinceridad bastante importante por nuestra parte, para no engañarnos y no dejar que vayan pasando los días auto-justificando nuestras actitudes con excusas pobres.
Al final tarde o temprano nuestras acciones y nuestra trayectoria termina sacando a la luz el fondo del por qué hacemos las cosas. A los demás les podemos engañar con nuestras intenciones, y en multitud de ocasiones se pueden creer todo lo que hacemos y decimos, y hasta pueden estar encantados con nosotros. Pero Dios nos conoce y Él sabe perfectamente lo que nos mueve y porqué actuamos, por mucho que queramos a Dios no le vamos a engañar nunca.
Tenemos que cambiar nuestras actitudes interiores, desechar las que nos alejan de Dios y no nos acercan y quedarnos con las que nos unen a Él. No seamos como los fariseos que al final terminan esclavos de la norma y solo actúan para quedar bien. Para que los demás les vean lo buenos que son y lo bien que hacen las cosas. Nuestro mundo ya está demasiado desacralizado para que nosotros lo acrecentemos más con nuestra actitud. Jesús nos lo dice siempre: «He venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia» (Jn 10, 10).
Jesús quiere que vivas siempre unido a Él, que le busques para contrastar tu vida con el Evangelio. Ten claro que si deseas conocer su voluntad y lo que te tiene preparado, es porque quieres estar con Él. Vive tu vida según el amor de Dios y lo que ese amor te revela, que es mucho. La única obligación que deberíamos tener clara todos los hombres debería de ser la de amar a los demás desinteresadamente sin preocuparte si te corresponden o no. El amor de Dios es gratuito, y nuestro amor también deber serlo. A Dios no hay que recordarle nunca que nos ame, a nosotros por desgracia se nos tiene que recordar a menudo que amemos a Dios y no nos olvidemos de Él y que amemos también a los demás, tendiendo puentes de amor y amistado con todos. Que Dios nos enseñe a amar cada día, y sea nuestro estilo de vida.