¿Cómo puede ser la cruz gloriosa? La cruz es signo de sufrimiento, de dolor, de muerte, de tortura. Así fue como lo vivió Jesús. Es la manera de mostrar los límites del hombre, en cuanto al amor y al trato que se daba a los que se consideraban enemigos. Jesús transforma su significado dándole la vuelta radicalmente, porque entrega su vida por amor hacia los hombres y nos enseña a perdonar, cuando dijo en la cruz: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Perder la propia vida por amor es el mayor signo de generosidad que podemos realizar. Jesús nos ha marcado el camino, al cargar con nuestras culpas y morir en la cruz, para resucitar. Porque desde su entrega podemos afrontar cada acontecimiento de nuestra vida desde el abandono total en las manos del Padre, que nos permitirá experimentar el consuelo y la paz en medio de las turbulencias de la vida. Nuestro pecado ha sido absuelto en la cruz, por eso nos confesamos y recibimos la absolución cuando estamos verdaderamente arrepentidos; el sufrimiento cobra un nuevo sentido en la cruz, porque nos donamos por amor; nuestra muerte física y de nuestro propio ser, queda vencida en la cruz porque nos lleva a una vida nueva, la vida en Dios. Jesucristo quiere ser el protagonista porque ha de estar siempre en el centro, por eso la cruz es el símbolo glorioso del Amor que Dios nos tiene y de la Resurrección, que nos llama a la vida en plenitud.
Desde la fe, no queremos que la muerte tenga la última palabra. Con la Cruz, Dios ha eliminado los límites del amor: «Nosotros amemos a Dios, porque él nos amó primero» (1 Jn 4, 19). El amor de Cristo llegó hasta el punto de sufrir desprecios, humillaciones, burlas, torturas, abandono, injusticia…, porque quería mostrarnos en primera persona hasta dónde está Dios dispuesto a llegar por cada uno de nosotros, pues para Él somos muy importantes. Cuando somos capaces de experimentar estas vivencias, es cuando realmente somos conscientes del amor infinito de Dios por el ser humano.
La cruz no es fácil, no es apetecible, no es seductora…, más bien todo lo contrario. Hay veces que sufrimos por nuestra culpa, bien por nuestras limitaciones y errores o bien por nuestro propio pecado; y en otras ocasiones el sufrimiento nos viene de fuera, no tenemos nosotros la culpa, sino que hemos de dar una respuesta. Que esto último te ayude a afrontar la Cruz desde la alegría, por el espíritu que habita en ti y que te llama a asumir lo que te toca vivir. Por eso el modelo que el Señor nos plantea es el mismo Cristo. «De nuevo se apartó por segunda vez y oraba diciendo: “Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad» (Mt 26, 42). Dios no quiere vernos sufrir, pero hay veces que es necesario. A veces esta necesidad es inexplicable, no nos entra a los ojos de la razón. Pero hemos de aprender a estar por encima de estas situaciones humanas y mundanas, ya que está en juego nuestra propia serenidad y felicidad dentro de estas nuevas actitudes que estamos llamados a vivirlas en profundidad.
El final del camino es la vida eterna. No se puede comparar la eternidad con las limitaciones de nuestra vida humana. Hay actitudes que hemos de tener claras para que la Cruz sea fuente de inspiración en nuestra vida, especialmente, en los momentos de mayor dificultad y debilidad. En la Cruz gloriosa es donde cada uno somos llamados a dar el paso a la vida en Dios. ¿Amar la Cruz? Cuesta, supone una verdadera dificultad. Por eso, si queremos seguir a Cristo, tenemos que cargar con ella, sin miedo, sin ningún tipo de excusa. Así nos evitaremos vivir superficialmente y de forma tibia nuestra fe. La tentación de huir y tender a lo más fácil siempre va a estar presente y tirando fuertemente. En nosotros está en agarrarnos a ella y saber decir: “Oh, Cruz gloriosa”, porque ahí está la verdadera vida.